Prólogo al primer paso

61 21 14
                                    

       La cuenta de los días y noches solo llega a los que viven en un ciclo creído eterno, sin embargo no rinde el más mínimo homenaje a los que viajan en línea recta hacia su destino. Luces y sombras, no más, esa es la diferencia.

       Salvador llegó al bosque de pinos prometido, escondido no muy lejos de una ciudad imponente, que rastreaba la presencia del retornado desde cada ventana hueca en sus edificios poblados de susurros.

       Continuó caminando entre los árboles, perdido en la frescura de la sombra y acalorado por el vértigo de ver término a su odisea. Rascaba su barba ante la creciente agitación, rasurada como buenamente pudo con una navaja que le había regalado un cabrero. Sacudió el polvo de un viaje furtivo de su chaqueta donada por una monja macilenta, miró sus zapatos desparejos, pues aún grandes y distintos tenía zapatos, y se acomodó la soga que hacía de cinturón. Lamentable, sonrió para sí mismo, sus mejores galas de lejos. Sentía vergüenza, pero no por su aspecto, que orgulloso estaba de haberlo conseguido a base de honradez y favores, sino por la vicisitud de su amor profeso, por las verdades ocultas y latentes, por la caída de su ser. La lucha interior había sido una tortura que le había hecho sacudir toda su existencia y darle la vuelta a toda su vida y creencias, pero había determinado verla, no sabía si su mente o su corazón le habían hecho tomar aquella decisión, pero era lo que pensaba hacer, acudir a la cita, ver a Sofía al fin, aceptar la realidad de algo puro y real, de algo auténtico, de lo único auténtico. Tenía que volcar toda la tinta que dibujó sus desvelos y construir con ella el mar de vida que crease al fin su rostro vivo. Tenía que verla, era una necesidad cada vez más imperante, pero a pesar de ello temía mirar a quien le esperaba y no encontrar a su Sofía, temía espantarse al encontrarse con un rostro que le fuese ajeno. Quien le esperaba era ella, pero tenía que ser ella.

       Encontró la señal que le indicaba hacia dónde dirigirse. Bajó por un cortafuegos lleno de agujas de pino y espantó una ardilla remolona en su descender cansado y dudoso.

       Sobre un lecho de agujas, dibujando celosías el sol a través de las altas ramas, se abrió el claro del bosque en el que al fin se verían. Había llegado al lugar, no había duda, cada señal, cada pista, cada marca, era allí.

       Y allí apareció ella, sin advertencia que evitara al corazón saltar de su pecho, sin preámbulo, prólogo ni anticipo. Allí estaba Sofía, menuda y de talle fino, de nívea piel y cabello negro. Grácil gesto y amable presencia. Tinta y papel transformado en un cuerpo cálido, cuyo pecho se henchía al respirar, cuya boca exhalaba aroma a vida. Cuyo vello se erizaba por aquel encuentro asemejando las púas de los pinos que quedaban atrás en su avance. Era aquella la joven prometida, la personificación de su Sofía en Sofía la Joven, la niña, la correspondida y esperanzada, la que también le amaba. Quedó parada en el claro, con pose de gacela y cuerpo de ninfa... Un cuerpo esculpido sobre unas botas viejas, envuelto por un uniforme ceñido a su cuerpo juvenil. Unos colores nuevos adornaban su sonrisa tímida, unas insignias con sabor a paredón perlaban su lucir puro.

       ¿Acaso era una broma? ¡¿Un castigo divino?!

       Salvador se había debatido con sus convicciones, había luchado contra el mundo y contra sí mismo, su corazón divido, su propio honor y amor cuestionado por un amor que no había sentido antes y del que no podía ni se atrevía a huir. Se había condenado al infierno por no perder su vida, se había rendido ante una niña, lo sabía, ante unas palabras que le habían dado la fuerza para continuar, necesarias; se había rendido ante lo que le había hecho sobrevivir, sobrevivir para llegar hasta allí, hasta aquel momento, ¡hasta aquella burla cruel! Se llevó las manos callosas a la cara con ansiedad, doblegado a un gesto nervioso, se giró para no mirarla, para no querer ver. No oyó las primeras palabras trabadas que ella le dirigió. No vio su primera sonrisa a medias, también llena de dudas y temor. Perdió sus ojos entre los árboles borrosos, no se atrevía a mirar, no quería verlo, temía mirar y ver.

       Su mente quedó anclada a aquel icono que lucía la muchacha, aquel que le arrancó de su casa, pertrechado en su camisa límpida como si nada le pesase. Escuchó en su mente el eco de disparos y el grito de sus hermanas. Vio nuevamente la sangre derramada de un padre reclamado en la noche. Oyó los llantos de una madre, silenciados por un tiro de gracia. Se estremeció ante los chillidos de dos niñas aferradas a su camisa. Tembló ante las órdenes de matanza. Saboreó de nuevo la agonía del frente. Se resquebrajó el suelo bajo sus pies ante las cargas que cortaban el paso en la retirada. Sintió su pecho vibrar ante los rugidos de los aviones sobre sus cabezas, haciendo llover muerte desde un cielo de acero. Salpicaron de negro su alma las súplicas frente a los muros. Y su mente echó a correr.

       Mientras las manos le temblaban de forma incontrolable, Salvador arrastró su mirada por el manto de pino, siguiendo una silueta dibujaba en el verde, buscando su origen sin querer creer su matriz. Tragó saliva al encontrarse sus ojos de nuevo ante unas botas que habían desfilado triunfantes, reprimió un gesto de agonía ante el color del uniforme, avanzó su horror en aquel ascenso por una imagen que condenaba a su alma al descenso, crispándose su rostro ante lo puro de aquella sonrisa inocente, casi indolente.

       No llegó al encuentro de sus ojos, no se atrevió a encontrarse expuesto a aquel mirar, sus ojos quedaron clavados sobre las solapas de la camisa, cuando tres escenas cruzaron por su mente mientras un pie inseguro daba el primer paso hacia del resto de sus días:

Sofía la JovenWhere stories live. Discover now