Prólogo a Ella

118 28 60
                                    

       Salvador soñó que era el jinete. Despojado del atuendo militar y de la muerte, vistiendo una camisa vieja a lomos de un caballo colorado como las mejillas de la mujer que observaba desde la cerca. La mujer no tenía rostro, pues ni en sueños se atrevía Salvador a pecar de indigno, dándole una mirada que no respondiese a la de la mismísima poeta, viva y real. Pero el desertor, ahora jinete a lomos de una vida prestada, sabía que aquella dama era su Sofía. Una Sofía resplandeciente, cuyas manos laboriosas aferraban el paño de su vestido como si con ello el jinete se asiese mejor a las crines de su montura, un lucero capaz de hacer perder el rumbo a las alondras con su risa de trino

       En el sueño corría una tarde de verano, de luces pardas y aromas soñolientos, y tras dejar a la bestia sudada pero invicta, el jinete y su Sofía dejaban correr el agua fría de una acequia entre los dedos de sus pies, como si dos muchachos prófugos de sus sabiondos maestrillos hubiesen encontrado cuantas lecciones necesitaban en aquel fluir lleno de frescor.

       Salvador era el jinete, pero también era Salvador, y desde la distancia de la vida ajena se preguntaba mientras vivía aquella escena cómo se habrían conocido los dos amantes. Cuántos intentos fallidos quedaron en el paladar del caballero hasta no trabarse en el pensar y poder obrar palabra a su señora. Se preguntó Salvador cuántas mañanas, entre el gentío del mercado, ella habría mirado las flores admirando su belleza, mientras él, galante viejo y afianzado, negaba encontrar una digna de su talante.

       Mientras Salvador se alejaba de la acequia, y sus ojos dejaban de soñar con los que observaban a los del jinete, tan poco suyos unos y otros como el recuerdo que en su corazón quería forjar, el desertor se preguntó cuántas veces habría acompañado el jinete a Sofía de vuelta a casa tras la misa en los domingos de verano, y a qué olía la plaza la primera vez que se tomaron por el brazo. Preguntándose aquello, sin razón ni deseo de saber el porqué, el maullido rasgado de un gato en celo, como el chillido de un espectro que roba los mejores sueños, le hizo despertar entre sudores.

       ¡Estúpido, estúpido y mil veces estúpido! Pasando la mano por el revoltijo de pelo enmarañado, y quedando clavado en el jergón con los ojos esclavos de una excitación asfixiante, Salvador tuvo la certeza de que aquel cura famélico le había de delatar a las autoridades, fueran cuales fuesen en aquel momento. Se puso la mano en los labios quebrados, casi como si comprobase que aún vivía, y temió con la legitimidad del que avanza sobre el patíbulo, que por querer ver caminar el amor de Sofía a su vera, más bien había iniciado su camino vereda abajo hasta su condena.

       De esa guisa varios días se arrastraron ante sus ojos, sin poder huir de allí por si la vida le sonreía con cualquier seña de que Sofía sabía de su existencia, y sin poder apartar de su mente, por quedarse, del hecho de que posiblemente, en ese mismo instante, un fusil estuviese alojando en su interior la bala que había de matarle.

       Como si de un vacío en su vida se tratase, no quiso Salvador dejar reflejo de esa tortura en el diario, pues las más de las veces las cicatrices que se llevan en el alma son suficiente recordatorio y no es preciso ni menester el postergarlas. 

       Y así, un amanecer, sin gallo que anunciase una traición ni rechinar oxidado que alertase de su venida, apareció frente al cortijo la figura enjuta del cura, con el rostro sombrío bajo una boina bien calada, hallando a Salvador encaramado a uno de los muros, pues aún no se había retirado a su escondrijo. Desde que se llevaron su carta con la respuesta, no había logrado el desertor conciliar el sueño, y el alba siempre le sorprendía deambulando a campo abierto, como un alma en pena a la espera de castigo. Y en aquella ocasión, así lo quiso el destino, aquella presencia, temida y anhelada, le atrapó con medio cuerpo colgando. 

       Salvador se mantuvo sobre la tapia del cortijo, mas como una liebre a punto de ser levantada por el galgo que como la lagartija que parecía ser. Los latidos de su corazón, como tambores en la noche, hacían que sus costillas se clavasen más sobre los ladrillos. Sus ojos no se despegaban de esa sombra encanijada que se movía a solo unos metros de donde él estaba. Era lo más cerca que había estado de un ser humano desde que echase a correr aquella mañana tan lejana pero siempre presente. Era lo más cerca que había estado jamás de su Sofía, y a la vez tan lejos de saber de ella.

       El pastor, luciendo descarriado, y condecorado con unas ojeras dignas del riesgo de su hazaña, se coló bajo las sombras, y sin saber que una de ellas le observaba, se acercó a la puerta. Sin mirar atrás, pues decidido procedió, aunque en favor de la paradoja, pues lo hizo mirando a todos lados ahogado de congoja, dejó atrancado bajo la puerta un pedazo de papel.

       Por poco Salvador se arroja del muro a comerse las palabras contenidas en el sobre, sin embargo, pálido aún por miedo a ser descubierto, y con su corazón a la carrera por lo que aquello podía significar, aguardó sobre el muro, y solo Dios sabe qué fuerzas le sujetaron para no abalanzarse sobre el papel. Apenas se hubo esfumado aquel contrabandista de versos, y aunque sus pasos urgentes a Salvador le parecieron traspiés en la más lisa explanada, el desertor se desplomó sobre la tierra y se arrastró en un arrebato voraz atrapando la carta entre sus manos.

       No había poema, sino texto llano. Pero Salvador al fin pudo liberarse de la garra que le oprimía el pecho. Eran palabras de Sofía, de su Sofía, la de aquel jinete y la de él, la del poema y la de un amor ya muerto que se negaba a ser enterrado.

       Salvador quedó embargado por la emoción al pensar en el alivio que debió sentir aquella mujer ante la llegada de la misiva. En nada más podía, o había de pensar. El texto era breve, pero aquella letra pulcra y aquellas palabras bien medidas y escogidas con tanto esmero, bien justificaban lo escueto del mensaje, que si apenas se extendía unos pocos párrafos, bien ilustraba más que muchos libros de versos añejos.

       En la carta, Sofía ilustraba, pues no contaba ni narraba, pintaba en la mente de Salvador, la inmensa alegría que había sentido al recibir respuesta a su desamparado mensaje. Exponía las dudas que había tenido sobre si tan frágil emisario como lo era un trocito de papel, podría lograr su labor de transportar tan delicado mensaje con tan pesadas palabras, y asumía haber perdido la fe, conocedora de cómo habían transcurrido los hechos en aquella zona agreste, donde solo el sol y Dios habían tenido valor de regir los campos, antes de que la guerra decidiese cosechar los frutos inmaduros de vidas a medias.

       Salvador no necesitó releer la carta, pues cada palabra fue bebida con la sed de un náufrago y contenida como el alimento del que hiberna. Pero el carácter de aquella respuesta bien hizo al desertor reflexionar. Le hizo pensar acerca del cura, sobre cuánto tiempo hubo de mantener oculta aquella primera carta antes de atreverse a entregarla, aunque fuese ofrenda de camposanto y no esperase respuesta alguna. Pensó en qué medios estaba usando para que aquellos sobres sin destinatario llegasen a sus legítimos, pensó en cuánta distancia le estaría separando de Sofía, quien podía estar a días de camino, u oculta en un olivo cercano y bien nunca lo sabría. Pensó en qué mundo había allí afuera, tras los muros, pues en sus devaneos por el exterior, aunque bien se había jugado la vida, poco había ganado salvo aprender donde anidaba una lechuza vecina. Salvador reflexionó sobre la realidad ajena a su otra realidad, sobre la esperanza de que algo le quedaba ahí afuera, y aquello fue su credo durante días. Hasta que se dio cuenta de que aquella esperanza no solo le concernía a él, sino a todos los desesperanzados, entre ellos Sofía.

       En su mente, la gallarda mujer era feliz por haber tenido respuesta de su amado. Pero en su corazón, Sofía era fruto de la desdicha, pues sabía en el fondo que quien le escribía no se trataba del jinete galante, sino de un potro desbandado.

       El desertor tragó saliva con dolor, el saber a medias da felicidad, pero la otra mitad bien la quita. No podía soportar haberle mentido, aun necesario era indigno, y por indigno espantoso. Ella le había dado la vida, y él, aun dándole esperanza, le estaba quitando la verdad. Aquella disyuntiva le partía el corazón. Desearía cambiar su lugar por el del muerto, pues aun muerto tendría los versos de Sofía, mientras vivo no tendría más que un muerto. Debía enderezar el entuerto, no quedaba sino volver a escribir.

Sofía la JovenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora