Prólogo a Ellos

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       Salvador se incorporó sobre la tierra adormecida, escuchó el galope de la jauría levantando el polvo y rasgando el aire con colmillos bañados en espumarajos furiosos. Corrió sintiendo cómo aquel traqueteo de patas sobre el camino iba acelerando en su dirección como si una locomotora fuese a estrellarse contra sus huesos mismos.

       Corrió, corrió como un cervatillo recién nacido, sin encontrar la combinación correcta del movimiento de sus piernas, sintiéndolas temblar por el miedo como si no fuesen capaces de sujetarle, pero avanzando, sin rendirse ante la desesperación de un cuerpo traidor que te abandona cuando más lo necesitas.

       Llegó el hombre hasta la carta y los perros hasta el cortijo. La agarró con la urgencia de la mano que te sujeta antes de caer, y se irguió sin atreverse a mirar hacia lo que se le venía encima. Giró sobre sus talones y se enganchó a las rejas de una de las ventanas, comenzó a subir sus piernas casi antes que sus manos, en la vital necesidad por despegarse de la tierra y las dentelladas. Consiguió trepar sobre la ventana, y se encogió hecho un gurruño acongojado cuando el primer tiro dio justo sobre su cabeza.

       Los perros llegaron a sus pies, saltando entre ladridos y gruñidos de odio entrenado, Salvador subió al tejado, otro disparo sonó como un martillazo sobre las tejas. Corrió hacia el muro del patio y se dejó caer dentro al son de otro tronar y un silbar hambriento. Su amigo el pozo no le esperaba, oscuro y ajeno ignoró a Salvador mientras se reincorporaba, carta en mano, y titubeando sobre qué dirección tomar entre la numerosas puertas que rodeaban el refugio del níspero huérfano.

       Corrió hacia la sala donde reposaba la vieja foto, casi implorando la protección de aquella familia que él había convertido en los Remite. Oyó golpes en la puerta, escuchó pasos sobre el tejado, ladridos incesantes alrededor de los muros. Se ocultó tras un viejo baúl e hizo lo único que podía hacer en aquel momento: leer la carta.

       En letra urgente, Sofía le dijo que lo sabía, todo lo sabía. Desde el principio supo que él no era él, siempre lo supo y no quiso saberlo. Pero el tiempo le hizo encontrar en aquellas líneas temblorosas lo que la guerra se había llevado. La aparición de Salvador allí donde solo quedaba silencio fue lo que le salvó de ella misma y de la ruina de un mundo desolado. No había desfiles ni hurras para quienes habían perdido el corazón. No le importaba quién fuera él, porque ella había visto lo que había en él. Salvador nunca le había hablado de su condición, ni ella de la suya, pero ambos sabían que lo que se decía en  aquellas cartas estaba por encima de cualquier entramado de desgracias. Supo ella que le amaba, lo notaba en cada trazo, en la electricidad que manaba de cada una de sus letras. Le costó mucho tiempo superar una muerte que hacía aún más tiempo temía cierta, pero los versos que escribía al muchacho cobraron sentido al recibir sus ecos reflejados en Salvador, los pliegues de papel arrugado cobraban vida como si el destino le hubiese enviado a un salvador que no podía más que ser él. Dejó de lado su niñez de cantares y redondillas cuando la guerra empezó, y conoció la verdad de la lírica del corazón tras conocerle. Ya no era una ilusión por encontrar suspiros, sino suspiros por saber que lo que sentía no era una ilusión.

       Había respondido prontamente y con grandes riesgos a la confesión del exiliado, pero rogaba le llegase el mensaje, y a la vez, que hubiese huido del cortijo antes de recibirlo. El tiempo apremiaba para todos, y dudaba de que hubiese ocasión para una respuesta escrita.

       En la última línea había una promesa, el padre de Sofía había sido destinado a Barcelona, aquello a Salvador le sonaba como Roma, pero a sabiendas de encontrarse hacia algún rumbo inclinado al norte, en alguna parte de la continuación de la tierra que pisaba. Sofía explicaba cuándo estaría allí, y cuándo y dónde podrían encontrarse. No había promesa de una huida juntos, ni siquiera una insinuación de cuento, tan solo un lugar y una fecha, unas indicaciones garabateadas en una encriptación lírica bañada en la esperanza ciega de que Salvador supiera descifrarla. Podrían verse si lograba salir de allí, quedaba futuro aún. Sofía había visto en él lo que él había visto en ella: la verdad; más allá de rostros y nombres, de distancias y edades, de banderas y colores, de glorias y pesares, había visto ella lo que había en él, y él había visto en ella lo que no pudiera creer.

Sofía la JovenDove le storie prendono vita. Scoprilo ora