Prólogo a una despedida

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       Fueron testigos los fogones, las plazas en las mañanas de domingo, la espuma en los lavaderos, las frutas del mercado y las azadas y almocafres al final de las jornadas. Todos ellos oyentes mudos de una historia contada a partes y vigorizada entera. En algún lugar alguien dijo que había esperanza para los suyos, para los huidos, los desaparecidos y los pobres diablos desgraciados, incluso hubo quien se santiguó al saber que había esperanza incluso para los muertos. Todos creían querer formar parte de aquello, todos querían creer que aquello era real.

       Al ritmo de la pala retirando estiércol dijo alguien que había un lugar donde llegaban mensajes desde el exilio.

       Entre brumas con olor a incienso un susurro desveló a medias que había un lugar donde los desaparecidos dejaban señas de sus paraderos.

       Frente al vapor de un cazo con leche hirviendo su pudo oír que había un lugar donde los mensajes de un lado y otro de la existencia se cruzaban.

       Corrieron las voces por las callejuelas y los campos, los "buenos días" se acompañaban de un rumor que en la mañana erizaba la piel, los "vaya usted con Dios" acababan con el gesto de una cruz sobre el pecho para apartar de la mente una historia que ponía el vello como escarpias.

       Contaba el silencio en las calles del pueblo que a un cortijo de la comarca llegaban cartas de quienes ya no estaban. Contaban las buenas lenguas y las malas que una familia perdida seguía recibiendo las palabras de los que habían dejado atrás, viviendo en una tierra a la que ellos ya no pertenecían, y que a esas palabras daban respuesta.

       Santiguarse como escudo y agua bendita en la mañana como pasiva arma. Los ociosos y los valerosos tenían que verlo, vagos y maleantes tenían que comprobarlo, esperanzados y dolidos tenían que atestiguarlo. Todos ellos pusieron rumbo, con pasos dubitativos, hacia el lugar de tales bendiciones.

       Sabían que frente al escalón de la puerta hallarían siempre un sobre amarillo, arrugado y abandonado, dejado entre hojas de otoño y los restos muertos del verano. Sabían que no hallarían nombre en aquel papel, estandarte de la casa vacía, pero que siempre que se atrevieran a tocarlo, si alguien tan envalentonado frente a los designios de lo desconocido se viera, podrían ver la contraseña de todo secreto en él grabado: "Remite" el papel diría. Aquello era todo cuando autorizaba el mundo de los vivos a saber de su contenido, y aún así sabrían sin atreverse a verlo, que dentro se abrían conjuros entre la tierra suya y la de ellos.

       Las oraciones hacían eco en un pozo escondido entre los muros. El cortijo se levantaba silencioso frente a una procesión de beatos de la esperanza. El níspero daba sombra a deseos perdidos y llamados ignorados.

       Pertrecho Salvador para su partida se vio encerrado en el cortijo ante una marea de visitas. Primero solo fueron unos cuantos, después fue toda una marejada de cánticos y llantos.

       Nadie se atrevía a llegar hasta el final del sendero, nadie ponía su vista más allá del muro ni se aventuraba a mirar por las ventanas ciegas por miedo a encontrarse con la mirada de aquellos a los que con tanto fervor invocaban. La casa vacía infundía respeto y miedo, escondía lo desconocido entre sus muros encalados y sus tejas rotas, pero la esperanza de lo que nadie podía comprender se arraigaba a las losas de cortijo, rasgadas por los hierbajos que habían empezado a tomar su señorío sobre el patio. Aquel lugar comenzaba a poseer el silencio enigmático de un santuario. Pronto nació su nombre santo de la nada, el cortijo de los Remite lo llamaron.

       La historia de un milagro corrió tan rápida por la comarca como un año atrás corriera la sangre y las botas hacia las fronteras. La historia de cómo una carta tardía había llegado a la tumba de una familia, para al poco verse respondida y durante largos meses la esperanza ciega prolongada.

Sofía la JovenWhere stories live. Discover now