Prólogo a un poema

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Aquella noche no se atrevió a recorrer el interior del edificio. Se recostó en uno de los rincones próximos al patio y aguardó al amanecer empapado y tiritando de frío. Cuando el sol bañó su cara en la mañana, aún cubierta por mechones húmedos, pudo ver una realidad totalmente distinta a la de aquella trampa de piedra por la que habría podido tomar al cortijo en la oscuridad si el agotamiento no le hubiese vencido.

El sol brillaba sobre las hojas de un níspero que se alzaba en el patio interior sobre un pozo, en las estancias que rodeaban el patio aún se respiraba vida, a pesar de que los enseres revueltos mostraban una huida precipitada de la casa. No había signo de que nadie hubiese pasado por allí desde el inicio de la guerra. Había polvo sobre los muebles, pero aún había orden en el desorden pasivo del abandono.

Salvador se preguntó qué clase de personas habían vivido allí, aunque no se preguntó por qué motivo se vieron obligados a huir. Rozando con sus manos magulladas los recuerdos de una familia que ya no estaba allí, se encontró imaginando aquel hogar lleno de historias escondidas. Dio vida a la mecedora junto a la chimenea, a la muñeca de trapo olvidada junto a una maleta abierta, a un viejo libro convertido en cenizas sobre una hornilla de latón.

Exploró la casa con prudencia, más con escrupuloso respeto que con temor, y encontró mantas con las que hacerse un lecho, pues no quería usar las camas de los dormitorios; halló también una despensa de la que pudo salvar un saco con nueces y algunos tarros con conservas. Comió escondido en la despensa y bebió del pozo del patio. Pasó el día envuelto en mantas recuperando la energía que le habían drenado sus desvelos.

Su rutina durante varios días fue la misma: aguardaba en su improvisado jergón en la despensa hasta caída la noche para pasear a oscuras por la vacía morada y despertar sus miembros entumecidos. Comía y bebía junto al pozo resguardado por las sombras y regresaba a la despensa al amanecer. La casa durante la noche era silenciosa y siniestra, se oía el rumor de las alimañas recorriendo las vigas de madera y apenas podía discernir lo que había a un palmo de sus narices, especialmente las noches que no había luna, pero era lo más parecido a estar en su hogar. Durante el día en cambio, la casa se le tornaba demasiado llena de unas vidas que ya no pertenecían a aquel lugar, y demasiado vacía de sentido. Se sentía incómodo recorriendo sus estancias, ya no solo por temor a ser descubierto a plena luz, sino porque parecía estar usurpando sin derecho la vida de otros.

Así pasaron las semanas. No sabía qué ocurría afuera de los muros, no sabía cuánto tiempo sería prudente esperar, pues ignoraba si el perdón seguiría estando a la orden del día en cualquiera que fuese el orden que reinaba ahora en la comarca. Se hizo cargo de la casa, pero no señor de la misma, pues cuidaba que todo estuviese en su sitio, aunque respetaba el orden de lo que no lo estaba. Pidió prestada algo de ropa a un armario medio vacío, convenciéndose de que era un pequeño favor que podía concederse a cambio de sus labores como guardián del hogar. En definitiva, vivió por unos días alejado de su condena de muerte, disfrutando de las conservas y las nueces.

***

Estaba un amanecer Salvador tumbado sobre las ramas del níspero, cuando un rechinar metálico le hizo tirarse a tierra y cubrirse la cabeza. El rechinar continuó surcando los ecos del patio con una cantinela oxidada, como si algo se retorciese en el intento por seguir siendo de metal. Salvador se puso en pie, y caminando agazapado entró en la cocina, desde donde observó el exterior de la casa a través de la persiana bajada, algo se aproximaba por la vereda.

Se trataba de una simple bicicleta. Hacía semanas que no veía a una persona y sus oídos se habían vuelto ajenos a los vaivenes de la existencia humana y demasiado amigos de los recuerdos que le atormentaban, por lo que recuperándose de su temor de roedor, observó con cautela cómo la bicicleta se acercaba. Pronto pudo ver al que pedaleaba, con más pena que gloria, se trataba de un cura, un cura enjuto, de facciones demacradas y mejillas sonrosadas por el esfuerzo.

El anciano avanzaba con pesar en su destartalada bicicleta camino arriba. El soldado, vestido con la sombra de lo que fueron otros, observó su avance aguantando la respiración. Cualquiera podía delatarle, y ni los hombres de Dios se veían libres de pecar si de ello dependía su pellejo o el de los suyos, pues eran hombres antes que santos y los santos son santos por dejar de ser hombres.

El cura resoplaba ante la protesta de sus huesos de perro viejo, y ante la sorpresa y la angustia de Salvador, frenó su bicicleta frente a la puerta del cortijo.

Se apeó de la tartana y miró con pesadumbre el edificio. Hundió su rostro en su sotana y sacó de un fardo un paquete. Rebuscó en el paquete y entre sus manos famélicas apareció un rectángulo amarillento que crujía con la brisa de la mañana. Con respeto y parsimonia avanzó ante la puerta, y sin dejar de mirar lo que tenía entre las manos, lo depositó frente al umbral. Se santiguó, susurró algo que el soldado no pudo oír y se marchó por donde había venido.

***

Pasaron las horas y las horas. Frente a la ventana Salvador aguardaba. Pues quería saber qué era aquello que habían dejado frente a su puerta, si suya cabía ser la responsabilidad de atender semejantes quehaceres de la casa, y al mismo tiempo temía delatarse si alguien regresaba a por aquello que debiera quedarse donde estaba. Aguardaba al anochecer, quizá solo un vistazo, solo matar esa curiosidad que le mataba. Había estado tan muerto, tan vacío de toda sensación, que aquella pequeña incógnita le estaba torturando, era la única cosa con sentido, el único objetivo que había tenido su vida desde que huyó del pelotón.

***

Al fin la noche cayó, tórtolas y gorriones alzaron el vuelo ante el súbito rechinar de una puerta que ya había olvidado su función. Olvidando mirar a su alrededor, olvidando la presencia de un camino y un mundo alrededor, Salvador clavó su mirada en el suelo, esperando encontrar respuesta a su desvelo.

Se trataba de una carta, una carta amarillenta y arrugada. Figuraba una sola dirección y ningún nombre. Sus dedos volaron antes de que su mente les mandase parar. Sus ojos robaron el protagonismo al contenido de la misiva y arrancaron el nombre de quien firmaba. No importaba el contenido, no en aquel momento, en aquella desesperación solo importaba saber que se trataba de alguien, de alguien real.

Con la boca seca pronunció el nombre en alto como si aquello asfixiase al fin su anhelo. Su voz sonó ronca y desconocida. Escuchó la voz de un mendigo con ropa que le queda grande y barba enmarañada entonando lo que una pluma elegante y distinguida había grabado en papel. El patético gemido dejó escapar entre lágrimas una clave de soledad:

Sofía

Sofía la JovenWhere stories live. Discover now