Prólogo a una cacería

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       No hay mejor amigo que el polvo del camino. Pase lo que pase, te cubre con la firma íntima de las tierras por las que tu vida pasa, y una vez tu rumbo te lleve al sosiego, solo basta sacudirlo para descubrir bajo ese traje de experiencia aventurada a quien realmente eres. Pero cuando se niega a abandonarte a pesar de las sacudidas, ese manto tejido por el tiempo te dice que es hora de aceptar a quien has de ser.

       Salvador inició un peregrinaje invertido, intentando alejarse cuanto sus pies le permitieran del santuario de sus sueños perdidos.

       Pensó a qué suerte tentar, si a la de las aldeas, los montes o quizás las ciudades donde, si el mundo aún respondiese a los designios de seseras coherentes, sería fácil ser solo uno más. Su opción última sería marchar rumbo a casa, bien sabía que no había hogar que le aguardase, solo fantasmas y muros rotos teñidos de horror, pero era un lugar al que podía pertenecer, pues él no ansiaba poseer nada, sino formar parte de algo de lo que fue.

       Sentado sobre una roca comió unos frutos donados por la bondad de un granjero descuidado y miró sus manos lastimeras intentando verse en ellas. Si pudiese ver el reflejo de su rostro, por seguro le respondería el mirar de un hombre que no era él, así pues eran sus manos, siempre a tiro de juicio frente a sus ojos, siempre fieles, las que no podrían haberse disfrazado nunca intentado robarle lo poco que quedaba de sí. Ciertamente, sin duda ni vergüenza por reconocerlo, Salvador no sabía qué hacer. No sabía qué había sido de él, qué hubiese dicho él mismo de haberse visto en aquel instante. No sabía qué haría con esas mismas manos ufanas de haberse visto poner mano en rifle, en navaja o en lo ajeno. Lo cierto es que no sabía qué hubiese hecho ante los propios hechos, porque él creía ya no estar ahí ni para juzgar lo acometido. Había un mundo nuevo, que no era nuevo, construido sobre uno viejo, que no era viejo, y los actores en aquella tragicomedia habían cambiado sus harapos y cantinelas entre un acto y otro, haciendo sentir a todos fuera de la obra, pero siendo siempre la misma, una y otra vez.

       En el decorado del esperpento Salvador no conocía las líneas que le habían tocado recitar, él solo era un hombre que por fino teatro entendía los bailes de una cabra al ritmo de la trompeta y el pandero. Estaba perdido en una tierra que antaño le fuera conocida, sin más muro que le guardase que los cuatro vientos y con caminos por recorrer que bien podrían acabar en botas de aguamiel como en las fauces de las fieras. ¿En qué momento un hombre acabado decide que está acabado?

       Salvador se levantó y se postró frente a una acequia de aguas débiles casi mudas. Se inclinó sobre ellas y se llevó el cuchillo al cuello.



       Las aguas verdosas recibieron unas gotas cálidas, ese carmín dulzón lleno de vida y malos presagios. El exiliado de su ser comenzó a rasurar su rostro desconocido, buscando la cara que viera su familia, buscando las facciones que formaron parte de los recuerdos pasados. A ciegas y tentando al destino con sus manos débiles y aquejosas afeitó como pudo su rostro de pajarillo hambriento con un cuchillo hecho para carnes más lozanas que las suyas. Volvió a cortar su pelo, sorprendido de que pudiese crecer, aun débil y quebradizo, teniendo en cuenta que ni para tan sutiles menesteres proveía a su cuerpo sustento. No era la primera vez que Salvador se entregaba a aquel ritual, pero esta era distinta, no había jergón al que lanzarse después para esperar a que la crisálida de olvido le convirtiera de nuevo en un andrajo, esta vez estaba a cielo abierto, y si no quería su pecho abierto y sus entrañas fuera, bien le convenía seguir con aquel plan de mojigato esperanzado.

       Se desnudó por completo y se lavó con el agua estancada, limpió los cortes que no pudo evitar y borró de su cuerpo lo que el agua del pozo no quisiera tocar. Enjuagó su rostro en un bautizo insalubre, enjugó sus ojos queriendo disolver sus penas. No tenía ni la más remota idea de qué diablos estaba haciendo, desnudo, metido en una acequia que le llegaba a la altura de la rodilla, en medio de un campo de almendros, entregándose a un rito con olor a poza  olvidada y sabor a renacuajo.

Sofía la JovenWhere stories live. Discover now