Sofía la Joven

By Tunanterrante

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Un desertor de un ejército vencido busca refugio desesperado en un hogar abandonado. Lo que allí encuentra ca... More

Prólogo a una vida
Prólogo a un encuentro
Prólogo a un poema
Prólogo a la piedad
Prólogo a la vez primera
Prólogo a un temor
Prólogo a una respuesta
Prólogo a Ella
Prólogo a Él
Prólogo a un secreto
Prólogo a los tricornios
Prólogo a una despedida
Prólogo a un único destino
Prólogo a Ellos
Prólogo al primer paso
Prólogo al prólogo
Prólogo

Prólogo a una cacería

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By Tunanterrante

       No hay mejor amigo que el polvo del camino. Pase lo que pase, te cubre con la firma íntima de las tierras por las que tu vida pasa, y una vez tu rumbo te lleve al sosiego, solo basta sacudirlo para descubrir bajo ese traje de experiencia aventurada a quien realmente eres. Pero cuando se niega a abandonarte a pesar de las sacudidas, ese manto tejido por el tiempo te dice que es hora de aceptar a quien has de ser.

       Salvador inició un peregrinaje invertido, intentando alejarse cuanto sus pies le permitieran del santuario de sus sueños perdidos.

       Pensó a qué suerte tentar, si a la de las aldeas, los montes o quizás las ciudades donde, si el mundo aún respondiese a los designios de seseras coherentes, sería fácil ser solo uno más. Su opción última sería marchar rumbo a casa, bien sabía que no había hogar que le aguardase, solo fantasmas y muros rotos teñidos de horror, pero era un lugar al que podía pertenecer, pues él no ansiaba poseer nada, sino formar parte de algo de lo que fue.

       Sentado sobre una roca comió unos frutos donados por la bondad de un granjero descuidado y miró sus manos lastimeras intentando verse en ellas. Si pudiese ver el reflejo de su rostro, por seguro le respondería el mirar de un hombre que no era él, así pues eran sus manos, siempre a tiro de juicio frente a sus ojos, siempre fieles, las que no podrían haberse disfrazado nunca intentado robarle lo poco que quedaba de sí. Ciertamente, sin duda ni vergüenza por reconocerlo, Salvador no sabía qué hacer. No sabía qué había sido de él, qué hubiese dicho él mismo de haberse visto en aquel instante. No sabía qué haría con esas mismas manos ufanas de haberse visto poner mano en rifle, en navaja o en lo ajeno. Lo cierto es que no sabía qué hubiese hecho ante los propios hechos, porque él creía ya no estar ahí ni para juzgar lo acometido. Había un mundo nuevo, que no era nuevo, construido sobre uno viejo, que no era viejo, y los actores en aquella tragicomedia habían cambiado sus harapos y cantinelas entre un acto y otro, haciendo sentir a todos fuera de la obra, pero siendo siempre la misma, una y otra vez.

       En el decorado del esperpento Salvador no conocía las líneas que le habían tocado recitar, él solo era un hombre que por fino teatro entendía los bailes de una cabra al ritmo de la trompeta y el pandero. Estaba perdido en una tierra que antaño le fuera conocida, sin más muro que le guardase que los cuatro vientos y con caminos por recorrer que bien podrían acabar en botas de aguamiel como en las fauces de las fieras. ¿En qué momento un hombre acabado decide que está acabado?

       Salvador se levantó y se postró frente a una acequia de aguas débiles casi mudas. Se inclinó sobre ellas y se llevó el cuchillo al cuello.



       Las aguas verdosas recibieron unas gotas cálidas, ese carmín dulzón lleno de vida y malos presagios. El exiliado de su ser comenzó a rasurar su rostro desconocido, buscando la cara que viera su familia, buscando las facciones que formaron parte de los recuerdos pasados. A ciegas y tentando al destino con sus manos débiles y aquejosas afeitó como pudo su rostro de pajarillo hambriento con un cuchillo hecho para carnes más lozanas que las suyas. Volvió a cortar su pelo, sorprendido de que pudiese crecer, aun débil y quebradizo, teniendo en cuenta que ni para tan sutiles menesteres proveía a su cuerpo sustento. No era la primera vez que Salvador se entregaba a aquel ritual, pero esta era distinta, no había jergón al que lanzarse después para esperar a que la crisálida de olvido le convirtiera de nuevo en un andrajo, esta vez estaba a cielo abierto, y si no quería su pecho abierto y sus entrañas fuera, bien le convenía seguir con aquel plan de mojigato esperanzado.

       Se desnudó por completo y se lavó con el agua estancada, limpió los cortes que no pudo evitar y borró de su cuerpo lo que el agua del pozo no quisiera tocar. Enjuagó su rostro en un bautizo insalubre, enjugó sus ojos queriendo disolver sus penas. No tenía ni la más remota idea de qué diablos estaba haciendo, desnudo, metido en una acequia que le llegaba a la altura de la rodilla, en medio de un campo de almendros, entregándose a un rito con olor a poza  olvidada y sabor a renacuajo.

       Pensó en nuevas ropas, en un nuevo nombre, un nuevo destino, que por no tener ninguno cualquiera valdría, e incluso imaginó desventuras en las que embarcarse para encontrar esa oportunidad perdida. Siempre quedaba el exilio, aunque temía el rigor de las fronteras, pues ya no temía abandonar nada, que nada tenía, sino el hecho de ver truncado el intento de vivir que por vez primera tuviera.

       Tenía ensoñaciones sobre olvidar, sobre perdonar, sobre volver a empezar. Todas ellas llevándole lejos de una verdad latente, una verdad con nombre de santa y aromas de verano. Eran dos los dolores de los que huía.

       Vagó por los campos y emprendió rumbo a mil destinos distintos, desanduvo lo andado y recorrió los mismos senderos sin sentido. Pronto, y más que pronto, se arrepintió de sus baños de esperanza, pues aquel agua en la que se lavó y de la que bebió, le trajo las caricias del látigo al estómago y la impotencia del ciego a los ojos.

       Pasó noches entre vómitos y temblores, días entre tiritonas y ácidos que le volvían a la boca. Una mañana despertó con los párpados envueltos en una maraña sucia y abrirlos no pudo por puro miedo a desencajarse los párpados. El dolor acuciaba en todo su ser, como si tuviese un alambre de espino que trazara su abrazo desde las pupilas hasta el vientre hondo. No había agua con la que lavarse los ojos apelmazados, alimento que se mantuviese en sus adentros, ni líquido que tocase sus labios sin postrarle de rodillas. Ni el bálsamo de Fierabrás volcado sobre todo él hubiese podido devolverle a su percha.

       Así sin quererlo, en la desesperación del errabundo ciego, quiso yacer libre de escondrijo, perdido quedaba en las brumas de las legañas y confuso en los vapores hediondos de sus males, con la garganta seca y la voz quebrada sin auxilio que invocar. A pesar de sus pesares, decidió no rendirse, no es el hombre quien decide en qué momento está acabado. En cuclillas y de rodillas pasaba largas horas, pero las pocas en las que podía erguir sus piernas sin fenecer al antojo de sus tripas, marchó.

       Se había convertido en un nómada, ciego en un desierto fértil para el que verlo pudiera, pero decidido a encontrar su camino aun con pasos a tientas y lamentos callados. Su ser estaba roto, en cuerpo y alma, pero tenía que cruzar aquellas áridas tierras en busca del oasis que él mismo se inventara y prometiera. Su gesta era loable en sus adentros, el polvo del camino se había apelmazado al sudor y las lágrimas formando una máscara patética que bien acompañaba a aquel acto de la función, Salvador reía, teniendo en mente historias exóticas de aquellos hombres que cruzaran los desiertos, pero lo cierto es que su trashumancia solo tenía de parecido a la de un bereber, la sonoridad del grotesco sino de que él no tenía qué ver ni beber.

       Salvador sucumbió al delirio, sería injusto que así no fuera, como injusta era su desdicha cuanto menos. El hombre sabía de oídas, por los discursitos de los que hablaban en la plaza del pueblo con latinajos y desparpajo incomprendido, que todos los caminos llevaban a Roma, y él no sabía dónde estaba Roma, pero estaba seguro de que mínimo entre Cuenca y Roma habría un cortijo, por lo que dirigió sus traspiés a un rumbo fijo. Tenía que confesar ignorante que en sus mapas no se dibujaba Cuenca tampoco, y no sabía si estaría más lejos que la ciudad de los imperios, pero a punto de desmayarse sobre el camino decidió que si salía de aquella, y se rió ante aquel pensamiento, iría de visita a la ciudad, a Cuenca, que Roma se la imaginaba llena de lujos, catedrales, procesiones y lenguas muertas de calidades a las que su presencia solo podría ofender, y comería allí hasta reventar de lo que se cociese en sus pucheros.

       El exiliado se desplomó.



***

       Lágrimas con sabor a manzanilla y miel recorrieron sus mejillas. Un paño tibio le cubría los ojos y pensó que era el beso de los ángeles.

       El chisporroteo de un fuego y la abrasión cariñosa de las llamas le sumían en profundos sueños agradables, sabía que aquel fulgor no era el de los infiernos.

       Salvador fue salvado. Recogido del camino por otros no más afortunados, pero bondadosos  y bienhechores como para dar lo que ni ellos tenían. Remedios caseros y rezos de catequesis le trajeron de vuelta. La magia antiséptica de flores con valor de reliquia y brebajes prestados por abejas, que picaban en reprimenda de tributos que el respeto por lo trabajado no cubría, obraron milagros en contraste con la carne quemada de lo que por no darle al moribundo gato por liebre, fuera rata por gato.

       Fueron dos hermanos y su abuela, anciana y ya convaleciente, los que se apiadaron del nómada caído. Pasaron semanas hasta que pudo ponerse en pie, y ninguno de ellos sabía cómo había logrado recuperarse, pues a pesar de entregarse en los cuidados, las sopas de ajo nunca habían sido tónico suficiente para revivir a los que tenían un pie en el otro lado. Los dos hermanos velaron por Salvador, preocupados por que pasara a vida más pacífica, no por el hecho de perderle, que a otros tantos habían perdido, sino porque ya no tenían vigor ni espíritu para cavar una tumba más.

       Una mañana Salvador se despertó como quien nace de nuevo, abrigado con prendas de pastor y con un tosco cuenco tallado a mano y apenas manchado con gachas frías junto a su lecho. Miró a su alrededor y no pudo decir en qué clase de sitio se encontraba, era apenas un resquicio sucio, con una lumbre marchita en su costado, utensilios de madera trabajosamente elaborados, unos cuantos pellejos de cordero, sogas y ganchos vacíos para colgar pertrechos bien vendidos, perdidos o ya robados, una navaja quebrada y mellada y un cazo quemado junto a una bota de agua agrietada. Dedujo que aquello, por algún motivo, debía ser un refugio para pastores, pero su mente tampoco quiso esmerarse en poco más que en encontrar la puerta.

       Salió al exterior esperando ver masías y verdes prados, pero no vio más que tierra seca y unos montes de sobra conocidos. Buscó en la lejanía a sus dadores de vida, y allí los vio sobre una loma inclinados sobre la tierra. Los dos muchachos tenían las rodillas clavadas en la aridez parda de la región que les vio nacer y a su orilla reposaba la sabiduría que les había mantenido con vida.

       El nómada disfrazado de pastor, de pastor cuyo rebaño había sido devorado e incapaz de guiarse a sí mismo siquiera al redil, pero al parecer sí al matadero, notó cómo los mareos volvían a él ante semejante espanto. Acaso los bocados que él probara no hubiesen dado dos días más a la mujer, pero seguro y más que seguro estaba, que los cuidados y ofrecimientos habían provenido todos por voluntad propia y a sabiendas de la anciana. Indispuesto ante aquella deuda enfermiza, se desnudó por completo como volviendo atrás sin pretenderlo, colocó junto al fuego todos sus bienes a modo de ofrenda y compensación, reducidos a cuatro paños, algunos alimentos irreconocibles y aquel cuchillo prestado, de utilidad salvadora en las manos necesitadas de herramientas.  Dejó incluso su calzado roído por eternas inclemencias, hizo recuento de cuan patético era su intento y huyó.

       No pensó ni miró atrás, solo corrió como corren los galgos al final de la jornada, abatidos pero obligados. Sabía de sobra que su pago no fue justo ni digno, su abandono inexcusable, pero por fuerzas ajenas necesario. Había algo que tenía que hacer, la vida de una anciana inocente había sido ofrecida a cambio de devolverle a él la suya. Sabía, y aquello le quemaba por dentro, y bien lo sabía, que la mujer así lo había dispuesto, sabía, y en el fondo tenía que saberlo, que aquel gesto propio de cuentos arcaicos, y superado siempre por los sacrificios de los nuestros, tenía que valer de algo.

       Salvador no había contado con rumbos opuestos, no había pensado en que aquella tortura que le daban por vida pudiera empeorar, pero ya no podía más. Cubriendo los cueros con las exquisitas telas que vestían a un espantapájaros con mirar más digno que el suyo y sonrisa desde luego más sincera, volvió el nómada sobre sus pasos en busca de algo que le dijese que aquello tenía sentido.

       Antes de la caída de la noche vio el cortijo de los Remite, tal como él lo dejara, en silencio, impasible, como si no le hubiera importado su marcha, su larga ausencia, ni desde luego su regreso. Fue entonces, antes de poner un pie descalzo en el sendero, cuando oyó a los perros.

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