Sofía la Joven

Galing kay Tunanterrante

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Un desertor de un ejército vencido busca refugio desesperado en un hogar abandonado. Lo que allí encuentra ca... Higit pa

Prólogo a una vida
Prólogo a un encuentro
Prólogo a un poema
Prólogo a la piedad
Prólogo a la vez primera
Prólogo a un temor
Prólogo a una respuesta
Prólogo a Ella
Prólogo a Él
Prólogo a un secreto
Prólogo a los tricornios
Prólogo a una cacería
Prólogo a un único destino
Prólogo a Ellos
Prólogo al primer paso
Prólogo al prólogo
Prólogo

Prólogo a una despedida

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Galing kay Tunanterrante

       Fueron testigos los fogones, las plazas en las mañanas de domingo, la espuma en los lavaderos, las frutas del mercado y las azadas y almocafres al final de las jornadas. Todos ellos oyentes mudos de una historia contada a partes y vigorizada entera. En algún lugar alguien dijo que había esperanza para los suyos, para los huidos, los desaparecidos y los pobres diablos desgraciados, incluso hubo quien se santiguó al saber que había esperanza incluso para los muertos. Todos creían querer formar parte de aquello, todos querían creer que aquello era real.

       Al ritmo de la pala retirando estiércol dijo alguien que había un lugar donde llegaban mensajes desde el exilio.

       Entre brumas con olor a incienso un susurro desveló a medias que había un lugar donde los desaparecidos dejaban señas de sus paraderos.

       Frente al vapor de un cazo con leche hirviendo su pudo oír que había un lugar donde los mensajes de un lado y otro de la existencia se cruzaban.

       Corrieron las voces por las callejuelas y los campos, los "buenos días" se acompañaban de un rumor que en la mañana erizaba la piel, los "vaya usted con Dios" acababan con el gesto de una cruz sobre el pecho para apartar de la mente una historia que ponía el vello como escarpias.

       Contaba el silencio en las calles del pueblo que a un cortijo de la comarca llegaban cartas de quienes ya no estaban. Contaban las buenas lenguas y las malas que una familia perdida seguía recibiendo las palabras de los que habían dejado atrás, viviendo en una tierra a la que ellos ya no pertenecían, y que a esas palabras daban respuesta.

       Santiguarse como escudo y agua bendita en la mañana como pasiva arma. Los ociosos y los valerosos tenían que verlo, vagos y maleantes tenían que comprobarlo, esperanzados y dolidos tenían que atestiguarlo. Todos ellos pusieron rumbo, con pasos dubitativos, hacia el lugar de tales bendiciones.

       Sabían que frente al escalón de la puerta hallarían siempre un sobre amarillo, arrugado y abandonado, dejado entre hojas de otoño y los restos muertos del verano. Sabían que no hallarían nombre en aquel papel, estandarte de la casa vacía, pero que siempre que se atrevieran a tocarlo, si alguien tan envalentonado frente a los designios de lo desconocido se viera, podrían ver la contraseña de todo secreto en él grabado: "Remite" el papel diría. Aquello era todo cuando autorizaba el mundo de los vivos a saber de su contenido, y aún así sabrían sin atreverse a verlo, que dentro se abrían conjuros entre la tierra suya y la de ellos.

       Las oraciones hacían eco en un pozo escondido entre los muros. El cortijo se levantaba silencioso frente a una procesión de beatos de la esperanza. El níspero daba sombra a deseos perdidos y llamados ignorados.

       Pertrecho Salvador para su partida se vio encerrado en el cortijo ante una marea de visitas. Primero solo fueron unos cuantos, después fue toda una marejada de cánticos y llantos.

       Nadie se atrevía a llegar hasta el final del sendero, nadie ponía su vista más allá del muro ni se aventuraba a mirar por las ventanas ciegas por miedo a encontrarse con la mirada de aquellos a los que con tanto fervor invocaban. La casa vacía infundía respeto y miedo, escondía lo desconocido entre sus muros encalados y sus tejas rotas, pero la esperanza de lo que nadie podía comprender se arraigaba a las losas de cortijo, rasgadas por los hierbajos que habían empezado a tomar su señorío sobre el patio. Aquel lugar comenzaba a poseer el silencio enigmático de un santuario. Pronto nació su nombre santo de la nada, el cortijo de los Remite lo llamaron.

       La historia de un milagro corrió tan rápida por la comarca como un año atrás corriera la sangre y las botas hacia las fronteras. La historia de cómo una carta tardía había llegado a la tumba de una familia, para al poco verse respondida y durante largos meses la esperanza ciega prolongada.

       Pronto todos quisieron llevar sus mensajes, sus ofrendas. Unos bien escribían a los que habían huido fuera de su tierra, otros a los que aún seguían desaparecidos, reclusos en cárceles o en cunetas, incluso muchos escribieron a los que bien sabían moradores de la casa de los difuntos, aún con esperanza, y miedo, de tener respuesta a sus desvelos. No tardaron las buenas gentes, despojadas de los suyos, en dejar esforzadas oblaciones, aun cuando ellos mismos no tuvieran pan que llevarse a la boca, ofrecían sus prendas de lana a los que huyeron a las montañas, restos de puchero a los perdidos y hambrientos, zapatos remendados, pedacitos de queso viejo, las prendas de los amores que ahora vestían de luto negándose a sentir el negro. Pronto la familia que había morado en aquel cortijo perdió su nombre y su identidad para convertirse en una suerte de familia santa, cuyo apellido no era más, ni menos, que Remite, y cuyo milagro habría de perdurar hasta los tiempos presentes. Eran los Remite una familia al servicio del Señor, que protegía al pueblo, contactaba con los queridos y encontraba a sus desaparecidos.

       No había jolgorio en aquella fiesta de esperanzas, y mucho menos era conveniente a Salvador el estar escondido a la vista de todos y sobre un altar. Los días hasta su captura estaban contados.

       Ataviado con lo puesto, y con andrajos por bandera, vio cómo ante sus ojos desfilaba comida y abrigo, fuego y leña, pero nada de aquello jamás tocó. Montañas de tesoros rodeaban a su última carta, y una guardia de viudas velaba por ella desde la salida del sol hasta el primer ulular de la madrugada. Nadie se atrevía a rondar el cortijo a la hora de los fuegos fatuos, y aquellos momentos eran los únicos en los que a Salvador el corazón le volvía dentro del pecho.

       No importaba lo que hubiese determinado. Tenía que marcharse. Su historia allí estaba acabada. Ya no había anonimato, ya no había escondite posible, su pobre letra encerrada en papel se había vuelto célebre y digna de coros, y aunque lo santo previniese a los castos de abrir aquellos mensajes, no tardaría un incauto en desvelar la naturaleza de tan mundano milagro, provocando un precoz desenlace.

       El desertor elevó su primer rezo en años, había guardado aquella ayuda para el momento de necesidad verdadera, y después de tantas penurias ya no pudo sino pedir el amparo de quien parecía no haberse acordado de él en mucho. 

***  

       Pasaron las semanas y el goteo de visitantes disminuyó. Quizá las cartas sin respuesta y los regalos abandonados fueron incentivo suficiente para desistir en una caza de sueños infundados. A Salvador aquello sin embargo no le alivió, pues hacía semanas que no había visto la silueta del cura dibujarse en el camino, y de todos los muñecos de trapo que deambulaban frente a las puertas de su celda, solo ese desmadejado títere a las órdenes de un poder superior era el que importaba.

       Perdió la cuenta de los días y las noches, tan solo supo de la suma de sus pesares y la sustracción de su salud. El rumbo de su viaje había virado hasta marearle, volvía a sentirse a la deriva, pero en un nuevo mar, lejos de la ruta que le ponía en contacto con las playas de Sofía.

       Un día, de buena mañana, siendo sus pasos seguidos por los ojos vacíos de los nidos silenciados de las golondrinas, llegaron al cortijo de los Remite dos hombres de uniforme. Removieron las prebendas y regalos, patearon los restos de un pan ácimo y volcaron una jarra de barro que contenía unas flores hacía días muertas. En aquel alarde de autoridad quedó el mensaje de Salvador pisoteado y enterrado bajo una gasa bordada, fino paño que protegió al papel del apetito fiero del mundo. Se asomaron los dos hombres a las ventanas, forcejearon inútilmente con verjas y puertas. Rodearon los muros en una búsqueda canina de accesos a la vivienda. Tomaron nota en sus mentes de cuanto podrían hacer en el lugar, fumaron sus cigarros a la sombra de sus bigotes torcidos mientras en un trozo de papel rasgaban unas palabras mortuorias para los oídos del hombre que se había quedado colgando de la boca del pozo en desesperada búsqueda de un escondite mejor, y fusil al hombro, ignorando lo cerca que estaban de hallar tan sustanciosa carnada, pero prometiendo en silencio regresar, volvieron por donde habían llegado.

       Era el momento de dejarlo todo atrás. No había tiempo de rezos ni lamentos. Recogió lo propio y abandonó el resto. Corrió hacia la puerta en cuanto cayeron las primeras sombras, pero antes de marcharse volvió con paso agitado a la sala principal. Sujetó la fotografía con las dos manos, e inclinando la cabeza, quizá por respeto, quizá cediendo al peso de las lágrimas, dio unas últimas gracias y un primer adiós.

       Salió por el portón trasero y miró atrás una vez más. No había tiempo para ello, pero si no lo hacía en ese mismo instante aquel momento de su vida también se iría para no volver jamás.

       Se arrodilló a la luz de la luna, rodeado de tesoros y a la vista del mundo entero. Con el corazón en la garganta y la mirada puesta a sus espaldas, rebuscó entre los bienes expropiados a los vivos el tono amarillo de su misiva. Temió por un momento eterno que la hubiesen encontrado, él ya había dejado de existir, pero sus palabras podrían guiarles hasta Sofía. Encontró finalmente el escondrijo de su delito, cogió el sobre con manos temblorosas y sacó su última respuesta, la rompió en mil trozos y escribió un verso, uno solo, puntuado con lágrimas y tildado de verdad. Contaba la verdad de un prófugo con claves que solo ella entendería, la verdad sobre su amor. Rectificaba cuanta línea estuvo torcida y desveló cuanta sombra había quedado olvidada. Dijo toda la verdad, la que le dolía, la que no admitía y la que no podía evitar. Evitó toda referencia a la joven, la previno de la insensatez de ofrecer respuesta, aquello ya había acabado. Sus manos ásperas y agrietadas, llenas de tierra y de dolor, acariciaron el papel como si fuese un último beso prometido. Miró a los cielos con reto aciago y hundió la mano en el bolsillo, metió en el sobre lo único que poseía, la forma que había tomado su corazón; metió en el sobre la confesión de su verdad, y como prenda de su despedida metió junto a su verso su lápiz manchado de carbón. Todo cuanto tenía.

       Aquel era su adiós, y con su mensaje iría una extensión de él, aquel palito de madera y grafito que había hecho posible el sueño de un difunto en vida.

       Ya no había vuelta atrás, sus palabras partirían con su verdad, y con su adiós aquel instrumento de las letras. Era como soltar a un pájaro enjaulado, viéndolo alejarse por los cielos sin mirar atrás, llevándose con él su canto, su alegría, una vida y un amor. Toda posibilidad y todos los mapas de rutas no exploradas.

       Se deshizo de la parte de él que le ofrecía salvación, y antes de partir también se deshizo de aquello que de ser hallado le condenaría a un final demasiado postergado y no por ello menos atroz, escondió el cuaderno con su diario entre las raíces de un olivo anciano y se marchó.

       Se marchó pero dijo adiós; se marchó sabiendo que nunca tendría respuesta a su confesión; se marchó como siempre se había marchado, dejándolo todo por los caprichos de otros, dejándolo todo y sin esperanza de hallar nada. Se marchó sabiendo que se había marchado.

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