Convénceme ©

By monsalve2509

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Antes llamada, ¡Contigo no! Gabriel Monserrate es un hombre reservado y frío, que está cansado de su monó... More

Epígrafe y dedicatoria
Prólogo
Capitulo uno
Capitulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo veintiuno
Capítulo veintidós
Capítulo veintitrés
Información
Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticinco
Capítulo veintiséis
¡Nueva portada!
Capítulo veintisiete
Capítulo veintiocho
Capítulo veintinueve
Capítulo treinta

Capítulo catorce

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By monsalve2509

Calor. Un extraño calor me rodea. Un extraño calor rodeado de frío. Un frio opacado por el calor que me abraza.

¿Abraza?

Abro los ojos de golpe. Lo primero que veo es una habitación en tonos blancos y luego unos ganchos que sostiene una bolsa de suero. Suspiro, muevo la cabeza con lentitud y me encuentro con un brazo sobre mis hombros.

¿Demonios, en qué momento me quedé dormida?

Retiro mi mano que está en la parte baja de su abdomen y muerdo mi labio. ¿Estará dormido? Alzo la cabeza con parsimonia y elevo la mirada. Esta dormido, como un tierno y adorable oso panda.

La luz de la habitación no me ayuda a observarlo con claridad, aunque si logro ver claramente su gesto: relajado, con los labios entreabiertos.

La puerta se abre y eso me sobresalta. Me remuevo, pero el árabe ni se inmuta; el sedante, claro, por eso se durmió tan rápido. Giro el cuello y veo a una mujer de semblante cansado.

—Jham —Su voz es suave y con un armónico acento francés.

Sus ojos se encuentran con los míos y frunce los labios. Se queda parada en la puerta, la luz de la habitación es muy pobre y todo lo empeora que este parada en el umbral, ya que la iluminación le pega a contraluz y el rostro se le ve entre sombras.

—Eres su nueva amante —No es una pregunta, sino una insinuación más cercana a una acusación.

—¿Disculpe? —hablo lo más bajo posible para no despertar a Gabriel.

Ella sonríe, pero su sonrisa no llega a sus ojos verdes, lo que la hace ver igual a una muñeca diabólica.

—Lo que oíste, niñita —habla con voz dulce y engañosa.

Abro los ojos de par en par, molesta y ofendida. La mujer desconocida lanza una mirada a mis espaldas, específicamente al castaño, da media vuelta, abre la puerta y sale.

Me levanto de golpe dispuesta a insultarla a ella y a todas sus generaciones, pasadas y futuras; pero apenas doy mi primer paso para acercarme a la salida, unos dedos gélidos se cierran sobre mi muñeca, pero no logran atraparla, por lo que resbalan. Un gruñido gutural, de dolor y frustración, llena la habitación. Me vuelvo con rapidez y siento como el alma sale de mi cuerpo. Gabriel tiene las dos manos presionadas sobre su herida y la cabeza echada hacia atrás con una horrible mueca de dolor, más sin embargo, eso no es lo que me alarma, sino unas pequeñas manchas rojas en las vendas.

Sus puntos, los benditos puntos de las heridas.

Desesperada, toco un pequeño botón de color naranja al lado de la cama, que regularmente sirve para llamar a alguna enfermera o doctor, el que llegue primero.

Me acerco a Gabriel y acaricio su sedoso cabello, su expresión sigue igual, lo único que cambia es su frenética respiración que se vuelve más controlada. La puerta se abre, yo me giro y Monserrate entreabre los ojos, un doctor de cabellos canosos y de contextura gruesa es el que ha entrado.

—Sus puntos... Hizo un mal movimiento y creo que sus puntos se fueron... —informo con voz quebradiza y angustiada.

Miro a Gabriel, más no a su rostro sino el lugar donde las vendas están manchadas de su sangre.

—Necesito que salga. Para poder atender mejor al paciente —pide de forma profesional y un poco taciturna.

—Em... N-no... ¿Seguro de que tengo que salir? —expreso.

—Señorita, por favor, abandone la habitación, luego podrá entrar a verlo —Su tono sigue siendo profesional pero ahora puedo percibir un claro atisbo de irritación.

Le doy una última ojeada al árabe y salgo del cuarto.

Ya en el pasillo una opresión se hace presente en mi pecho, no estoy segura si es por el ambiente desolador o por dejar a Gabriel, tal vez una mezcla de ambas.

Suelto un resoplido y me relamo los labios.

—¿Cuánto tiempo llevas metiéndote entre las sábanas de Jham? —habla alguien a mi lado.

Giro un poco el cuello y me encuentro a la mujer desconocida a unos pasos de mí. En el pasillo hay mayor iluminación, por lo que puedo ver su rostro ovalado, con unos ojos verdes y fríos, cabello castaño corto y piel clara, es joven no me debe llevar más de seis o siete años; la observo con mayor atención y noto algo más que llama la atención y hasta intimidad.

Sensualidad.

Su delgada ceja arqueada, sus labios rojizos formando una linea recta, sus dedos jugando distraídamente con un collar de perlas que cuelga de su cuello, unos tacones mortales que la hacen alta, en fin, por los poros destila sensualidad, seguridad y elegancia.

Eso me da mala espina.

—¿Quién eres? —le pregunto.

—Nadie que te importe, aunque si eres alguien para Jhatkim, pronto escucharas de mí —Sus dedos abandonan su collar y lo esconden dentro de su abrigo de pieles.

Abro la boca para replicar, insultar o decir cualquier cosa que me haga ver menos pérdida y desconcertada, en conclusión menos tonta; aunque desisto de la idea cuando su sonrisa se vuelve una mueca de desagrado mientras sus ojos ven hacía detrás de mi espalda, a los pocos segundos unos brazos me cogen de los hombros y me jalan con amabilidad hacía atrás.

¿Qué diablos?

—Vamos pelirroja —susurra una voz conocida contra mi oído.

Asiento despacio, no sin antes lanzarle una mirada amenazadora a la mujer, o bueno, pretendo que sea amenazadora.

El hermano de Gabriel me da la vuelta de manera brusca, ganándose un gruñido de mi parte y, con sus manos aún en mis hombros, me guía por el pasillo hasta llegar al ascensor, donde entramos y él se apresura en tocar el botón de planta baja. La última cosa que veo de la francesa, es como mueve los labios musitando algo, luego las puertas de la caja de metal se cierran.

Me dejo llevar como un amaestrado y manzo cachorro, ¿Yo, un manzo cachorro? Por supuesto que no, solo lo hago para obtener respuestas a la maraña de preguntas que hay en mi cabeza.

(...)

Coloco con extremo cuidado mi chaqueta sobre mis piernas, dejando mis brazos desnudos y recibiendo el calor que proporciona la calefacción del auto de Luciano. Y vaya auto, una ford ranger de color negro.

Parpadeo varias veces, dejando de lado mis pensamientos sobre automóviles y giro el rostro hasta tener en mi vista el perfil del castaño.

—¿Quién es ella? —hablo por primera vez desde que él me saco del hospital.

Como respuesta obtengo un encogimiento de hombros; si no estuviera detrás del volante le dejaría marcada mi bota en todo su rostro.

—¡Responde ya! No te hagas el estúpido... Aunque eres estúpido —digo con el entrecejo fruncido.

No me mira en ningún momento y no muestra alguna intensión de responder o de contraatacar por mi insulto. Entonces, opto por otra opción: la intimidación. Lo miro, lo miro y lo miro, por largos minutos que perfectamente se pueden hacer horas; Luciano traga saliva y me observa de manera rápida para volver su atención a la carretera.

—No sé quién...

—Claro que lo sabes, ella parecía conocerte muy bien —lo interrumpo. Él niega con la cabeza lentamente.

—Qué ella me conozca no significa que yo también la conozca a ella —Sus enredadas palabras me hacen rodar los ojos.

—Dime su nombre —gruño entre dientes.

Luciano parece pensarlo, abre la boca y se queda un rato así.

—Está bien, si, si la conozco... ¿Sabes lo furioso que se pone Jhatkim cuando revelan cosas de su vida privada? —Al no recibir repuesta de mi parte, refunfuña como un caballo viejo—. Mira, tengo bastante problemas con la familia Monserrate, no quiero otros más por hablar de ella...

Asiento y vuelvo la vista a la ventana. No quiero ser causante de más enemistades entre los hermanos. Tal vez le pregunte a Gabriel y digo tal vez, porqué siempre el árabe hace algo que me hace hasta olvidar el nombre de mi gato.

Suelto un suspiro cansado y apoyo la cabeza al espaldar del asiento.

No sé si son mis músculos que están entumecidos, el cansancio mental, el ardor en mis manos o la pesadez de mi cuerpo, solo sé que siento que el corto camino a la casa de mi padre se hace agotador. Ah, sin mencionar que estoy muerta de hambre y muy dispuesta a comerme un elefante como plato fuerte.

—Igual que el de mi madre —sisea por lo bajo el castaño.

Lo volteo a ver como si su rostro de pronto se fuera convertido en jeroglíficos egipcios.

—¿Cómo? —espeto y Luciano lanza un corta y baja risa.

—Mi madre tenía un collar idéntico al tuyo —declara y se detiene en un semáforo en rojo, aunque las calles vacías se presten para saltarlos.

—Me lo regalo Gabriel —confieso y el chico de cabellos despeinados me regala una mirada que hace a mis mejillas arder—. No tenemos nada... Nada. Solo lo hizo porqué estaba de cumpleaños y sabes muy bien que Gabriel es un poco chapado a la antigua.

Ve fijamente mis ojos y yo no puedo mantener su mirada, aunque es verdad que no tenemos nada —solo que el magnate quiere seducirme para llevarme a la cama—, igual siento que estoy diciendo la peor y más terrible mentira.

Me sobresalto cuando Luciano se inclina sobre mí, lleva las manos a mi cuello y toma con delicadeza el pequeño dije en forma de corazón.

—El dije de mamá tenía su nombre. Este tiene el tuyo —comenta.

Entreabro los labios, atónita por su inocente comentario. Me quito el collar de manera apresurada y lo reviso, pero no veo ninguna letra.

—No veo nada —cuestiono y Luciano sonríe de lado.

—La cosa esa, el aro, arete, redondito, unión... Como se llame, tiene unas pequeñas letricas que forman una palabra —Asiento con curiosidad y examino con mayor cuidado la cadena.

No puedo evitar sonreír al ver mi nombre escrito con unas diminutas letras cursivas.

—Ay dios, no sabía que tenía mi nombre —mascullo un poco feliz.

—Laila, mi madre, también duro un tiempo, cuatro años para ser exactos, sin saber que en su collar se podía leer su nombre —declara y pone en marcha el auto.

—¿Y cómo lo descubrió?

—Su hijo, Gabriel, fue el que se dio cuenta y desde entonces ese es su principal regalo para sus amantes —dice completamente serio.

Siento como un balde de agua fría cae sobre mis hombros y no puedo evitar que una mueca de decepción se dibuje en mi rostro.

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Oresmin Sivira Monsalve
El enlace se encuentra en
mi biografía.

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