Convénceme ©

By monsalve2509

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Antes llamada, ¡Contigo no! Gabriel Monserrate es un hombre reservado y frío, que está cansado de su monó... More

Epígrafe y dedicatoria
Prólogo
Capitulo uno
Capitulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo veintiuno
Capítulo veintidós
Capítulo veintitrés
Información
Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticinco
Capítulo veintiséis
¡Nueva portada!
Capítulo veintisiete
Capítulo veintiocho
Capítulo veintinueve
Capítulo treinta

Capítulo ocho

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By monsalve2509

Salgo a desayunar, mis pasos son lentos y mi estómago ruge para que coma ya. Mi madre se gira a observame un momento y luego sigue cocinando la tocineta y los huevos fritos. Me dejo caer sobre la silla, bostezo y una pequeña lagrima sale de mi ojo izquierdo.

Anoche no dormí nada.

Tengo sueño.

¡Odio los lunes!

Los ojos se me cierran solos y casi creo quedarme dormida sentada, pero un estornudo me trae de vuelta al mundo. Busco con rapidez mi pañuelo y como no lo consigo opto por una servilleta.

No me gusta estar resfriada.

Mi mamá deja sobre la mesa mi comida y yo comienzo a comer; estoy hambrienta. Luego vuelve y me entrega un pañuelo, gracias al cielo porqué esa servilleta no ayuda mucho, y también me da un antialérgico.

Ya son seis días con gripe, exactamente, desde el martes pasado cuando me moje en la lluvia de camino a mi casa, después de comer helado con Luciano.

A Gabriel se lo trago algún país de la Unión Europa, porqué está más desaparecido que los dinosaurios.

Me levanto con pereza y voy a la puerta, antes de abrirla me despido de mi madre; después salgo a la calle. El frío matutino golpea mi cuerpo y yo siento que me congelo.

Espero no tener fiebre...

Cuando llego a la parada, noto lo temprano que es: porqué solo hay tres personas, entre ellas, un estudiante de mi instituto. Refunfuño, luego me siento en el suelo y abrazo mi cuerpo, al mismo tiempo que cierro los párpados.

Minutos después, unos brazos me abrazan, haciendo que dé un salto.

—Hola pajarito —saluda mi mejor amigo y me ve con una radiante sonrisa.

—Tomy —Logro hablar, el resfriado me tiene afónica.

El rubio hace una mueca de preocupación y pone sus manos sobre mis hombros.

—Tienes voz de minino recién nacido y tú eres un pajarillo, o sea, que estamos en problemas —No le presto atención a su comentario y me lanzo a sus brazos.

¡Me siento terriblemente mal!

Cierro los ojos y apoyo la mejilla en el pecho de Tomás, él me apretá más contra él y besa mi frente.

—Creo que deberías voltear —murmura el de ojos azules en mi oído.

Niego con la cabeza y hago un extraño sonido que debería ser una negación. El calor de la persona que me abraza es muy atrapante.

—Insisto. Deberías ver el audi R8 negro que se estacionó al otro lado de la calle... Te aseguro que te encantaría ver el atractivo rostro del conductor de tan lujoso auto —El aliento de Tomy me hace cosquillas en el cuello.

—Dime quién es y puede que voltee —siseo con voz de ratón pariendo.

—No hace falta que lo hagas. Él viene hacía acá... Creo que tu cabello largo, rizado y naranja rojizo no es muy discreto —insinúa.

Alguien carraspea detrás de mí. No puedo oler su exquisito aroma, pero el escalofrío en mis brazos y espalda delatan a la perfección quién es.

Levanto el rostro, abro los ojos y giro la cabeza; encontrándome con el árabe que me ve con rostro duro y postura intimidante, tiene las manos en su espalda y los hombros erguidos. Viste un traje gris verdoso de tres piezas, junto con una gabardina negra que le llega hasta las rodillas; su barba está afeitada, dejando una tersa y clara piel a la vista... No me decido como se ve mejor, con o sin barba.

Sus ojos se vuelven hielo cuando nota mis brazos enrolladas al cuello de Tomás, los retiro con disimulo, aunque no me alejo del rubio y tampoco le quito sus manos de mi cintura.

—Señorita Torres —brama el castaño.

Dios, extrañaba su voz fría, profunda, ronca y sensual; no, mejor dicho, extrañaba cada sonido que sale de esa provocativa boca.

¿Qué? ¡No, no puedo pensar eso! No después de los desplantes que me ha hecho el señorito dueño del mundo. No se merece mi mirada, tampoco mi sonrisa, mucho menos mis palabras y ni siquiera mi atención. Lo único que se merece es una patada en donde más le duela y yo me anoto para ser la primera en dársela.

Antes de poder decirle todos los insultos que he creado solo para su persona, el transporte del instituto llega. Dejo salir un suspiro de satisfacción y soy la primera en subir. Me siento cerca de la ventana y mi amigo lo hace a mi lado, cuando el autobús arranca, es cuando me digno a observar por el cristal, clavo la mirada en la de Gabriel y no la despego hasta que veo como su cuerpo se hace pequeño y lejano.

Ay Gabriel, mejor es volver a ser lo éramos antes: solo conocidos que se veían de vez en cuando.

(...)

Llego a la casa, casi... Casi muerta, llamarme moribunda sería apropiado. Me duelen los brazos, las piernas, la cabeza, el torso, la garganta, los dedos, las articulaciones, los huesos, los músculos, las células... No sé si lo último puede doler, pero bueno, igual me duele; y me arden a sobremanera los ojos.

¡Me siento desfallecer!

Dolor, terrible dolor de cabeza. ¡Me va a estallar el cráneo o el cerebro, quién sabe; y mi madre ni siquiera se encuentra en casa! Debí irme para donde mi padre, pero no, decidí venir para mi casa con la esperanza de conseguir a mi madre sentada sobre el sillón comiendo galletas, para que me preparara una crema de pollo.

Me desplomo sobre el sofá, agarro las sábanas y me cubro con ellas. No puedo evitar temblar, siento escalofríos en todo mi cuerpo y estoy segura de que no es nada relacionado con fantasmas, helados, el clima o Gabriel.

Los párpados se me cierran solos y yo no hago ningún esfuerzo por volver a abrirlos; siento tanto malestar que el sueño llega en menos de un minuto. Pero antes de caer en las profundidades atrapantes del mundo onírico —muy poeta—, el vibrar de mi teléfono a un lado de mi cadera me sobresalta. Con rapidez palpo el bolsillo de mi falda del colegio y saco mi móvil. Sigo sin abrir los ojos. Con movimiento torpes, contesto y coloco el teléfono en mi oreja,

—¿Diga? —hablo con voz de hombre, no me cansaré de decir que odio estar resfriada.

—¿Señorita Bianca? —pregunta dudoso.

—Sí.

—Habrá la puerta. Estoy en el jardín de su casa —ordena.

Sí no tuviera mi cuerpo desconectado del mundo, en estos momentos, lo insultaría.

Bendito árabe.

—Pues quédate afuera. Tengo flores muy bonitas y que huelen riquísimo —replico. El sarcasmo no es el mismo con este tono de voz ronco y chillón.

—Bianca. Créame no quiere que vuelva a repetir lo anterior. Solo déjeme pasar —musita en tono dulce y amenazador.

Chasqueo la lengua y le cuelgo.

Me levanto mientras abro los ojos. Todo mi cuerpo arde. Me siento pesada, cada paso es como si cargará un bulto de papas amarrado a cada pierna y brazo.

Llego a la puerta y la abro. Al frente de mí, puedo observar la imponente figura del magnate, que al verme se inclina y me examina por unos segundos, luego el torso de su mano toca mi frente y después mi cuello; su tacto es terriblemente frío.

—Tiene fiebre —murmura y me toma de los hombros.

Cierra la puerta y me guía por toda la sala hasta la puerta de mi alcoba. Me sienta en la cama y entra en mi baño. No reclamo o protesto, solo lo dejo ser. Luego sale, me vuelve a sujetar de los hombros; delicado pero firme, algo que solo puede hacer él.

—Necesito que tome una ducha para que la fiebre baje. Una larga ducha —explica como si yo fuera una niña de cinco años.

Asiento con lentitud y levanto la vista, encontrándome con unos concentrados y muy preocupados ojos grises.

—Me duele la cabeza —musito en voz baja.

—Silencio, no hable —masculla en tono amable, acaricia mi mejilla, luego se inclina y besa mi frente, sorprendiéndome—. Voy por algo para su dolor de cabeza. Usted, recuerde: una larga, muy larga ducha... Con agua fría —Finaliza su frase con una de sus sonrisas burlonas.

—Oh no, agua fría no —me niego.

—Bianca, más le vale bañarse con agua fría, porqué si no la voy a bañar yo —advierte.

Ruedo los ojos.

—Te quedarás con las ganas. Y no me pienso bañar con esa agua —protesto.

Él niega con la cabeza.

—Le dije que no hable. Le voy a colocar una mordaza si no guarda silencio, y créame que siempre llevo una conmigo y la he querido usar en usted desde hace mucho —dice y luego se va.

¿Por qué siempre lleva una mordaza con él? Oh...

Cierro la puerta y le paso seguro. Me quito la ropa y me meto bajo el chorro de agua que parece recién sacada del polo norte. Me congelo. Mis dientes castañean y mi cuerpo tiembla.

Después de un largo, largo rato, Gabriel toca la puerta y me informa que ya puedo salir. Salgo y busco ropa cómoda, nada de camisas de hombres, ya que por lo visto a Gabriel le satisfacen. Me coloco un pijama de algodón azul con barcos, es de mono y manga larga.

Voy a la cocina, ya que el castaño no se encuentra en la sala y dudo que esté en el dormitorio de mi madre. Me apoyo en el marco de la puerta, observando al árabe que se encuentra haciendo algo en la estufa, y que ya no carga puesta la gabardina que tenía esta mañana y tampoco el jersey.

—Tómese las dos pastillas que están sobre la encimera. Una es para el dolor de cabeza y la otra para la fiebre y malestar —manda sin voltear a verme.

Lo hago y en silencio le agradezco.

—¿Qué haces? —le pregunto.

—Limonada caliente, para su garganta y voz —contesta y se voltea hacia mí—. ¿Por qué no se ha secado el cabello? Así nunca se va a curar.

—Mi cabello es muy largo y abundante, si lo hago, me van a doler los brazos —Me encojo de hombros y desvío la mirada de sus acusadores ojos.

Apaga la hornilla y camina hasta donde me encuentro.

—Entonces, será un placer secarle el cabello, señorita Bianca.

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Oresmin Sivira Monsalve
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