Emily Foster y los cinco vért...

By HecRRuiz

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A las chicas como Emily Foster no les suele pasar nada especial. O así es hasta que lo único que encuentran d... More

Prólogo
* PRIMERA PARTE *
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
NOTA DEL AUTOR
* SEGUNDA PARTE *
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
NOTA DEL AUTOR
Capítulo XV
No hubo suerte
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Un rostro para Emily
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
* TERCERA PARTE *
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Un rostro para Christian
Capítulo XXIV
Premios Laurel
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
* CUARTA PARTE *
Capítulo XXVIII
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Cierre del libro
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Epílogo
Book trailer
Despedida
Secuela: Emily Foster y la era de las estrellas

Capítulo XXIX

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By HecRRuiz

La idea de que su sobrina le acompañara al evento no le pudo parecer más apropiada; se trataba de una fiesta para recaudar fondos para las mujeres en África y solo tenían permitido la asistencia damas de la alta sociedad sanfranciscana y sus hijas. El encuentro se fundamentaba en: californianas de diferentes generaciones unidas por el futuro de las africanas.

Dado que Maggie era muy pequeña para este tipo de reuniones y que Sarah se encontraba al otro lado del país, Barbara sería de las únicas que acudiría sin una hija, lo que, siendo la organizadora del evento, tenía de sobra permitido, pero no aportaba una imagen demasiado adecuada; podría parecer que la anfitriona quebrantaba las normas que ella misma había establecido.

La mañana siguiente a que Emily demostrara su disposición a acompañarla, empezaron los preparativos: peluquería, pedicura, manicura y otros tratamientos. Una vez que salieron del salón de belleza, Barbara insistió en que quería comprarle ropa —a pesar de que Emily afirmó que con el infinito armario de su prima tenía más que suficiente para poder ir apropiada—, terminó aceptando.

Un precioso vestido de la casa Versace de encaje azul turquesa que llegaba hasta la rodilla y se ajustaba como un perfecto guante a su delgada figura y unos finos Manolos de tacón alto color mostaza con pedrería a juego con el vestido fueron los artículos elegidos.

Después de la comida, se terminó por probar todo el conjunto frente al espejo de su dormitorio con su pelo suelto cayendo con unos tirabuzones al final de su larga melena —que prácticamente había vuelto ya a su tono natural desde que se pusiera el tinte castaño claro poco tiempo atrás— y un maquillaje bastante sutil que resaltaba en especial su ojos.

Sabía que estaba guapa, pero lejos de darle seguridad le generaba una cierta vergüenza. Era como si de repente le hubieran puesto dos años encima. La sociedad estaba preparada para hacernos infelices: la joven debía parecer más mayor y la mayor intentar por todos los medios perder unos cuantos años ante sus amistades; La rubia deseaba ser morena, la morena aclararse el pelo y mientras las de poco pecho pasaban por quirófano para alcanzar una talla de sujetador superior, las que fueron bendecidas con un pecho grande se veían demasiado exuberantes. Y ahí estaba ella, siendo una víctima más de todo aquello. Le gustaría resistirse, rebelarse. Era Emily Foster, la joven delgada de 16 años ¿no era suficiente? ¿No habría tiempo en un futuro para maquillajes y tacones? Suponía que sí, pero por el momento debería conformarse con disfrutar de su imagen en el espejo sin llegar a perderse en ella.

Acudió al cuarto de Christian para despedirse y desearle suerte en su misión de indagar en el despacho de su tío. Llamó con sus nudillos y, cuando obtuvo permiso, asomó la cabeza:

— Me voy ya, Chris —dijo tapándose con la puerta para que él no la viera.

— ¿No me vas a dejar verte?

— Tengo prisa... —intentó disuadirle.

— Entonces no hay tiempo que perder... —abrió los brazos animándola a entrar.

Se lo pensó un par de segundos, al final terminó por ceder a la petición y poco a poco fue abriendo la puerta. Dio un par de temblorosos pasos sobre sus nuevos y carísimos tacones hacia el interior del dormitorio.

Mientras la admiraba, Christian no pestañeó. Recorrió su cuerpo detenidamente de arriba a abajo total e irremediablemente embobado. No fue su pelo lo que más le llamó la atención, ni sus ojos, ni siquiera su escote, que asomaba tímido. Fueron sus largas y finas piernas que sobre esos tacones pareciera que nunca tuvieran fin. Se pudo imaginar a él mismo recorriéndolas con las palmas de sus manos como un coche transita por una carretera, como el viento sacude a las hojas de los árboles en primavera o como el agua te acoge al zambullirte en el mar.

La vergüenza de Emily pasó a incomodidad. Se sentía observada, como si fuera una gacela desprotegida en medio de un prado amarillo y seco de la sabana.

— Di algo... Estoy ridícula ¿verdad? —se dispuso a deshacer sus pasos para abandonar el cuarto.

Christian seguía en medio de su ensimismamiento y solo alcanzó a negar con la cabeza lentamente con una sonrisa bobalicona dibujada en su rostro. Cuando se percató de que se marchaba, la detuvo. Corrió a agarrarla por la mano y la giró hacia él.

— Estás preciosa —un piropo sincero, que surgió desde dentro. No como cuando te ves obligado a complacer a alguien y confirmarle lo que quiere escuchar.

— Si tú lo dices... —apartó la mirada hacia el suelo.

— Créeme —sostuvo entre su pulgar y su índice la barbilla de ella y la levantó cariñosamente.

Ese beso cada vez estaba más cerca, aunque ella no estaba dispuesta a sucumbir a él. Una corazonada le decía que no, que no y que no una y otra vez en cada sueño, en cada pensamiento y en cada palpitada. Esa no era una buena idea. Su intuición se lo marcaba claramente, así que no debía recorrer ese camino vedado por ella misma.

Él no podía escuchar sus pensamientos —ya que no era su poder— pero era como si pudiera conseguirlo, porque empezaba a conocerla y porque era un experto en analizar las expresiones de los demás. Así que solo le quedaba esperar a que algún día ella diera el paso. Por nada del mundo se arriesgaría a perderla.

— Está bien... debes marcharte —la liberó del compromiso de tener que volver a rechazarle y le soltó de la mano, ella la dejó caer a peso muerto.

— Mucha suerte y ten cuidado en el despacho de mi tío— se mordió el labio inferior.

¿Por qué se mordía el labio? ¿Es que acaso pretendía volverle loco? Le hubiera gustado, por lo menos, conformarse con acariciar su nariz con la de ella, pero sabía que una vez sobrepasado ese límite se encontraría con un punto de no retorno que le impediría separarse de la chica.

— Tendré cuidado si tú lo tienes —sonrío.

— Está bien —Emily caminó un par de pasos hacia atrás y abandonó el cuarto.

Una vez en la planta de abajo se encontró con Gabriela, que estaba limpiando el polvo del salón con un plumero. Le preguntó dónde se encontraba su tía, a lo que la la sirvienta respondió que llevaba unos minutos esperándola fuera.

Salió a buen paso para no hacerla esperar más, pero con sumo cuidado porque, aunque la tarde anterior su tía le obligó a pasearse por toda la mansión con los tacones para que aprendiera a caminar con estilo sobre ellos, todavía no los dominaba del todo. Una vez fuera, la joven pudo apreciar un gesto de molestia de Barbara.

— Lo siento mucho... —se disculpó mientras Roger se acercaba para abrirles la puerta.

— Hace mucho calor... Me has dejado aquí con el sol y no conviene que nos dé demasiado; no podemos llegar sudadas —la mujer percibió la mirada de arrepentimiento de su sobrina y decidió no continuar con la reprimenda—. Bueno, da igual. Lo importante es que estás arrebatadora.

Emily, que hasta el momento no tenía ninguna prueba irrefutable de que su tía no fuera de fiar, solo podía agradecer su hospitalidad. Pero, al mismo tiempo, sentía que la amabilidad de la hermana de su madre escondía algo más. Por no hablar de que en varias ocasiones había hecho referencia a que se debía vestir y arreglar correctamente o que estaba orgullosa de la belleza de su sobrina, como si de no ser así ella no fuera a encajar en su estampa familiar. Todo señalaba a que Barbara necesitaba tener una sobrina idílica que no desentonara con su vida de ensueño en aquel paraíso de los Davenport.

Una vez que ambas estuvieron sentadas en la parte trasera del Mercedes, Roger arrancó y puso rumbo hacia el lugar donde se celebraba el evento: un club de hípica muy elitista que quedaba a unos veinte minutos.

— Roger, ¿sabes si ya han preparado el cuadro?

— Sí, señora, ya está colocado en el lugar de la exhibición.

— Perfecto —Barbara se colocó tras su oreja derecha un mechón de pelo que había escapado de su recogido bajo.

Emily había ido ahí con la intención de enterarse de absolutamente todo lo que tuviera que ver con su tía y la cita benéfica, así que no pasó por alto la oportunidad de curiosear con cualquier detalle.

— ¿Qué cuadro? —preguntó.

— Ya sabes que vamos a una subasta, cada uno debe aportar alguna pieza exclusiva: una botella de vino francés, una escultura, incluso piezas de coleccionista. Cualquier cosa puede ayudar en la causa... Y yo voy a ofrecer mi Monet.

— ¿El del despacho? —estaba descolocada—. ¡Pero si te encanta!

— Por eso no me pienso deshacer de él...

Miró inquisitiva y sin terminar de entender absolutamente nada a Barbara. A la mujer le molestaba tener que hablar de cosas que realmente resultaban obvias o innecesarias de tratar, pero complació a su sobrina.

— En el público tengo a una compradora falsa que pujará por mi cuadro para que vuelva a su lugar en el despacho. De ese modo, demuestro que soy capaz de donar una pieza de mi colección por altruismo, donó el dinero de mi propia obra a la causa y no la pierdo. No hago nada malo.

Era cierto que a Emily no le pareció nada realmente censurable, aunque la mujer estuviera mintiendo, pero el día a día de todo el mundo estaba repleto de apariencias ante los demás. En el caso de los Davenport las apariencias estaban a su alto nivel.

A la llegada al centro de hípica, Rogger corrió a abrir la puerta derecha trasera, por donde salió primero Barbara seguida por su sobrina. Una oleada de Flashes las apuntaron. La noticia del evento formaría parte de las páginas de sociedad del día siguiente. La señora Davenport agitó suavemente su mano saludando a la prensa. Estaba claro que, al igual que su esposo, sabía cómo comportarse ante el público y las cámaras.

Se dirigieron hacia dentro, donde ya la mayoría de invitados había llegado. Los camareros, vestidos con camisa blanca, pajarita y pantalón negro, se paseaban por el exterior y el interior de la carpa blanca con bandejas metálicas entre los asistentes. Casi todas las personas buscaron su momento para saludar a Barbara, como anfitriona y organizadora. La mujer presentó a todos a su sobrina, pero Emily fue incapaz de recordar ni un solo nombre. Aunque sí que le llamó la atención que la mayoría de madres e hijas vistieran del mismo color, por lo que las jóvenes parecían mini clones de sus respectivas progenitoras

Cuando dieron las cuatro de la tarde, se ordenó a todo el mundo que tomara asiento en las sillas preparadas frente al escenario. Antes de ello, debían pasarse por el estand a por su número para la puja. Una vez que todo estuvo preparado, Barbara subió a la tarima. Tras ella, se situó Emily.

Empezó dando gracias a todos los asistentes y personas que habían colaborado con ella para sacar adelante aquel proyecto. Tras los agradecimientos, disculpó a su hija Sarah por no poder asistir junto a ella a la subasta, pero se congratuló al anunciar que en su lugar había acudido su sobrina. En ese momento se dejaron escuchar varios cuchicheos entre el público, resultaba evidente que todos leían los periódicos y estaban al corriente de la rueda de prensa de hacía cuatro días.

Barbara entonces comenzó con su discurso sobre la ablación del clítoris contra la que luchaba el padre Eichmann. Desde la tarima, señaló al cura, que se encontraba en pie en la última fila, prefería no tener un lugar privilegiado. Los aplausos y miradas se dirigieron a él y saludó tímidamente. Cuando la mujer advirtió que la atención se desviaba demasiado de ella volvió a pronunciarse, no quería dejar de ser el centro de interés:

— A través de estas reuniones todas podemos hacer algo por las mujeres africanas. Desde aquí, sin movernos de nuestra preciosa ciudad, aportando nuestro pequeño grano de arena. Y este es el mío —dirigió un gesto a una persona que estaba preparada en una esquina de la tarima para que levantara la sábana que tapaba un caballete—. Una de mis obras favoritas. El único Monet de mi colección —anunció con una sonrisa de satisfacción.

Todos los asistentes aplaudieron enérgicamente ante la solidaridad de Barbara Davenport y el cura volvió de nuevo a un segundo plano, excepto para Emily, que seguía observándole sin quitarle la vista de encima. Egmont se percató de ello y empezó a agitarse, se levantó y, simulando normalidad, abandonó la carpa.

Emily no estaba dispuesta a renunciar a hablar con él, era evidente que ella le ponía nervioso. Algo ocultaba y ya era hora de destaparlo. Bajó de la tarima con una sonrisa para el público, que no reparó demasiado en la salida de la joven a causa de la puja que los mantenía entretenidos.

Una vez fuera de la carpa, vio que el padre se alejaba por el jardín, pisando el verde y cuidado césped. Mientras seguía sus pasos, una mujer la detuvo situándose ante ella. Era Carrie Williams, la jefa del gabinete de prensa de su tío.

— ¡Emily! —le dio un beso en la mejilla izquierda—. Antes no he tenido la oportunidad de saludarte.

La chica no hablaba, estaba demasiado centrada en no perder de vista al párroco, que cada vez estaba más alejado.

— Oye, que sepas que lo del otro día ha generado sus resultados —le agarró del hombro de forma cómplice—. Tu tío ha sido trending topic, y la mayoría de comentarios eran positivos. ¡Todo un éxito!, como esta fiesta... —una vez más, la falsa modestia de la señorita Williams se asomaba en su comentario.

— ¿Tú has organizado esto? —inquirió curiosa

— ¡Claro! Tu tía no puede montar todo esto sin ayuda... y para eso estoy.

— Pensaba que trabajabas para mi tío, no para Barbara...

— Cariño, el nombre de tu tía aparece en esto por Robert —dibujó una amable pero fingida sonrisa—. Todo esto es campaña. El voto femenino prácticamente lo tenemos asegurado, tu tío es un hombre muy atractivo, pero este tipo de eventos ayuda a afianzarlo. Ya sabes eso de que detrás de un gran hombre hay una gran mujer...

Lo que oía era tan machista. Estábamos en el siglo XXI y parecía que las mujeres del país todavía fueran amas de casa aburridas sin ningún tipo de formación y fácilmente manejables.

— ¿Insinúas que el voto femenino solo se rige por la cara bonita del candidato?

Carrie la miró descolocada, no esperaba un ataque como aquel.

— Por no hablar de que me espanta que una mujer de tu edad piense que las esposas están detrás de sus maridos...

Estaba completamente noqueada, sin saber cómo debía actuar, pero Emily no le concedió tregua. Le dio una palmadita en el hombro, mientras Carrie tartamudeaba, y le pidió que la disculpara; ya no veía al padre Eichmann, posiblemente ya lo había perdido, así que corrió en su búsqueda.

Por suerte, lo encontró en la carpa de la salida, destinada a guardarropa. El hombre esperaba impaciente a que le trajeran su chaqueta, cuando la voz de la joven le llamó a su espalda.

— Padre, ¿podemos hablar?

El religioso se giró hacia ella tenso, parecía una tabla.

— ¡Emily! Claro... ya... sabes dónde encontrarme... —volvió darse la vuelta hacia el perchero—. Acude a la iglesia cuando quieras.

— No, con el debido respeto, vamos a hablar ahora —se acercó hasta él, le agarró el brazo y lo arrastró de vuelta al jardín intentando controlar su fuerza.

Una vez en el exterior, el sol descubrió a Emily el rostro empapado en sudor del hombre, realmente estaba nervioso.

— ¿Qué necesitas? —le rehuyó la mirada.

— Lo mismo que la otra vez: la verdad. Necesito una explicación, y todo indica que solo usted me la puede ofrecer.

El padre hizo ademán de regresar a la carpa, pero Emily no se lo permitió.

— Por favor...

— Yo ya expié mis pecados. Dios me ha perdonado por todo lo que hice...— el padre miró a su alrededor como si esperara hallar al diablo tras algún árbol.

Ella ya no sabía qué pensar. Cada paso que daban reportaba más incógnitas y menos soluciones.

— ¿A qué teme?

— Al pasado —confirmó sin asomo de dudas.

— ¿Tengo yo algo que ver en ese pasado?

El padre buscó la mirada de la chica por primera vez, pero fue durante un instante, no fue capaz de mantenerla demasiado. Sus remordimientos y vergüenza se lo impidieron. Finalmente, confirmó con un leve movimiento de cabeza arriba y abajo.

— Entonces, si ya tiene el perdón de Dios, tal vez le interese el mío —no sabía si mirarle con lástima o rencor, pero todo indicaba que estaba consiguiendo llevarse al creyente a su terreno.

— Está bien... —volvió a mirar a todos lados en busca de miradas indiscretas—. Pero aquí no, podrían vernos...

— ¿Vernos? ¿Quién? —gritó más de lo que sería aconsejable para no llamar la atención.

— Mañana por la mañana en mi despacho... ahora suéltame, por favor.

Ella obedeció.

— Pero no se lo digas a nadie... Ni mucho menos a Christian. Es demasiado arriesgado, ven tú sola. Además, no sé cómo se lo podría tomar Christian...

— ¿Pero qué hizo? —su sorpresa y ganas de saber la estaban matando, no era capaz de imaginar de qué iba todo aquello.

— Mañana, por favor —suplicó.

El padre sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón y se lo pasó por su cara, estaba sudando como un cerdo a punto de ir al matadero. Casi sin despedirse de Emily, volvió al ropero para abandonar de una vez por todas el recinto.

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