Capítulo XXXII

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Aquella mañana fue la primera de la casa en despertarse, ni siquiera había llegado el servicio, así que se preparó ella misma una tostada con mermelada de frambuesas y cogió un melocotón que fue comiendo de camino al garaje. Sacó el Mini y puso rumbo al centro de la ciudad. Era la primera vez que conducía sola, sin tener a Christian de copiloto, y tras pasar por los primeros y necesarios momentos de nervios, decidió bajar la ventanilla del coche. Una espesa niebla cubría todo San Francisco. Le encantaba ese frescor húmedo de las mañanas. A pesar de lo temprano que era, ya empezaba a haber vehículos que cruzaban el puente en dirección a la ciudad, a sus respectivas oficinas. Sin embargo, se conducía sin agobios.

Tardó en llegar hasta la iglesia más de media hora, cuando los niños del colegio colindante comenzaban a llegar, algunos de ellos acompañados de sus padres. Una preciosa niña de ojos grandes y claros y pelo castaño que iba de la mano de su padre captó su atención. Una vez en la puerta de la escuela, se soltaron y el hombre se agachó para darle un fuerte abrazo de despedida a su hija. "Luego paso a recogerte, princesa", le dijo cariñosamente el padre. "Princesa", así le llamaba Steven cuando era pequeña.

Al recordar su infancia lo hacía con cariño y añoranza. Pero algo le avisaba de que si entraba a aquella iglesia ese recuerdo cambiaría para siempre. Su camino hasta ahí demostraba que su pasado escondía oscuros secretos con la fuerza suficiente para desmoronar toda su vida como un castillo de naipes, si es que no se había desmoronado ya. Poco quedaba de su antigua vida en Yorktown Heights.

Pero merecía saber la verdad, quería saber la verdad. Ya se lo dijo una vez a Christian: "Prefiero vivir en un mundo real, que en uno feliz con sombras", debía seguir su propia convicción y entrar de una vez a esa iglesia en busca de las respuestas por las que tanto había luchado.

Bajó del vehículo y, ya sin detenerse, recorrió los quince pasos que le separaban del templo. Sin volver a mirar atrás, señaló con el mando a distancia de las llaves hacia el Mini y escuchó el sonido del cerrojo a sus espaldas. 

A diferencia de la otra vez que estuvo en aquel lugar, el interior tenía algo menos de luz debido a las horas tan tempranas de su llegada y a la niebla que gobernaba el exterior. No encontró al cura, en su lugar estaban un par de feligreses rezando y al fondo, en el altar, una monja. Se acercó hasta ella. Era una mujer de unos 50 años, aunque tal vez su atuendo oscuro y rectado la hacía parecer mucho mayor.

— Disculpe, ¿sabe dónde está el padre Eichmann?

La creyente, que en ese momento estaba limpiando con un paño húmedo el cáliz de misa, dirigió su vista hacia la chica.

— Ah, tú debes de ser Emily —supuso con una sonrisa—. Mucho me temo que el padre se ha marchado del país, en estos momentos debe de estar subiendo a un avión con destino a África. No sé si sabes que es un gran luchador por el Tercer mundo...

¿Del Tercer mundo? ¿Se creía que era estúpida? Egmont estaba huyendo como las ratas. Era un cobarde incapaz de cumplir con su palabra. Sintió que se tensaban todos los músculos de su cuerpo y que su rabia volvía a tomar el control sobre ella como la noche anterior, cuando atacó a su primo.

— ¿A qué hora salía su avión? Tal vez todavía pueda alcanzarle...

— No lo sé, querida —la mujer continuó limpiando la copa de oro y la guardó donde correspondía, intentando hacer el menor caso posible a la joven.

No podía aguantarlo más. Era obvio que la monja sabía más de lo que decía y no pensaba implorar más por las respuestas, ya había tenido su oportunidad y la había malgastado. Así que respiró hondo y se dispuso a leerle los pensamientos, aún a riesgo de que pudiera dañarle la memoria, en tal caso sería únicamente culpa suya por no responder.

Emily Foster y los cinco vérticesWo Geschichten leben. Entdecke jetzt