Capítulo XXVII

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Jake y Emily acababan de marcharse al cuarto de ella para hablar a solas. Le molestó que Jake los interrumpiera en medio de ese momento, pero no le sorprendió; es más, para él era otro indicio de que el chico sentía algo por su amiga de la infancia.

A la luz de la fogata, volvió a hacer sonar las cuerdas de su guitarra. Lo cierto es que ya se le había olvidado lo mucho que le gustaba tocar. Cuando su madre desapareció, terminó por desterrar todo lo que tuviera que ver con ella, y aunque hubo un momento que lo retomó en el instituto algo le impulsó a abandonar las clases. La música en esa época de su vida solo significó para él dolor, pero ahora, que de algún modo había conseguido librarse de la pesada losa que le atormentaba con su madre, se acababa de reencontrar con la guitarra.

Acariciaba las cuerdas a la vez que las tensaba un poco para que sonaran más afinadas, cuando levantó la vista y observó hablar en el interior de la casa a Steven y Robert. Algo en la forma de moverse de ellos, sobre todo del padre de Emily, le hizo comprender que esa conversación le interesaba. Así que, con cuidado, posó el instrumento que tenía sobre sus muslos en el asiento de al lado y oteó a su alrededor momentáneamente para cerciorarse de que nadie le veía. Una vez comprobado, se diluyó en agua y, en forma de charco, se fue acercando hasta la entrada de la mansión. Una vez ahí, no se arriesgó a entrar dentro, prefirió volverse a formar y pegarse a la pared, acercando su oído. Gracias a sus sentidos desarrollados logró escuchar con total claridad la conversación que ambos cuñados mantenían en el interior.

Robert se dirigió al mueble bar para servir dos copas de coñac con hielo, acercó una a Steven y se dejó caer sobre el sofá de manera descansada. Le apretaba el nudo de la corbata, así que se lo aflojó, sin llegar a desanudarlo.

— Te va a encantar. Me lo traen de importación desde Francia expresamente para mí —alardeó.

Steven se mantenía de pie al otro lado de la pequeña mesa de fumador de cristal. No le entusiasmaban las bebidas alcohólicas, a pesar de su edad no terminaba de acostumbrarse a que le abrasaran la garganta, pero de vez en cuando no le importaba probar una copa. Tomó un pequeño sorbo, tuvo que contener las ganas de toser, pero debía reconocer que ese coñac tenía un cierto gusto muy placentero para el paladar y que resultaba muy delicado. Nunca había tomado uno igual. Antes de volver a hablar, decidió dar otro trago, esta vez algo mayor que el anterior.

— Tienes razón, es realmente bueno —el hombre alzó la copa de cristal para observar el tono ámbar de la bebida a contra luz con la lámpara de araña que colgaba del techo e iluminaba la estancia.

— Una de las cosas buenas de mi cargo; siempre te dan los mejores regalos. Pero eso mejor que no salga de aquí —guiñó un ojo de manera cómplice.

Steven no supo si devolverle el guiño, levantar el pulgar o reírle la gracia. Pero lo cierto es que esa broma no le gustó en absoluto. Conocía a su cuñado y sabía que, a pesar de lo que sus votantes pensaban, no era un político del todo íntegro, aunque vendía la moto a la perfección. Finalmente, como respuesta, se decantó por soltar un par de risitas nerviosas sin parar de contemplar la copa.

Christian empezaba a darse por vencido. Esa no parecía una conversación sospechosa, simplemente se trataba de una de esas charlas en la que uno de los Davenport aprovechaba para fardar de sus ilimitadas y exclusivas posesiones, esta vez en forma de coñac. El joven pensó que, tal vez, lo siguiente sería sacar un puro cubano como el que tenía en la foto del despacho del cura, algo que finalmente ocurrió.

— Mira, pásame esa caja —señaló al mueble del fondo.

Steven siguió las indicaciones y le acercó una caja negra y brillante. Se trataba de un humidificador para puros, el senador extrajo dos, uno de ellos se lo introdujo en la boca y lo sujetó levemente con sus dientes a la vez que le ofrecía el otro a su cuñado.

Emily Foster y los cinco vérticesWhere stories live. Discover now