Capítulo III

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Cuando el autobús escolar se acercaba, Cooper, como todos los días, fue al encuentro de su dueña. Emily le acarició y echó a correr hacia la casa retando al perro a una carrera. El labrador ganaba siempre, pero, inexplicablemente, esa vez fue ella la que alcanzó antes la meta. Al entrar en casa, Emily se dirigió al comedor. La sala, pintada de un inmaculado blanco, estaba presidida por una alargada mesa de cristal, rodeada de ocho sillas con un tapizado que iba a juego con el verde oliva de las cortinas. Steven no solía ir a comer a casa, pero ese era un día de celebración y, como todos los años, se tomó un rato para soplar las velas con ella.

- ¡Muchas gracias por el regalo papá!

- ¿No has estrenado la chaqueta?

- ¡Me refería a la cámara, tonto! – dedicó una tontaina mueca a su padre.

- ¿Qué cámara? - Steven, que estaba terminando de limpiar sus gafas con un paño, dirigió la mirada a su descolocada hija.

Felicia entró a la sala y, sin apenas saludar a Emily, le ordenó que subiera a dejar sus cosas a su cuarto y se lavara las manos, porque el roti de carne estaba casi listo.

Al terminar la comida, Emily estaba mareada. Así que decidió echarse en la cama. Su siesta duró toda la tarde y se prolongó toda la noche.

- Niña, que vas a llegar tarde. – los chillidos de su madre, acompañados de unos golpes a la puerta, le despertaron. – Ya has dormido bastante ¿No crees?

Sin salir de la cama se puso los calcetines. Fue al baño y se miró en el espejo. No le apetecía mucho ducharse, pero tantas horas sobre la almohada le habían pasado factura y estaba demasiado despeinada y, aunque intento adecentarse con un cepillo, ese estropicio solo lo podía arreglar un buen chorro de agua.

Emily siempre empezaba poniendo el agua templada y poco a poco el grifo iba acercándose más al lado izquierdo, el de temperatura caliente. Mientras disfrutaba de ese momento de relax, y el baño se llenaba de vapor, sonaba la música a todo volumen de la radio.

Cuando ya llevaba cerca de siete minutos tarareando bajo el grifo, y se aclaraba el cabello, miró hacia sus pies y, sorprendida, descubrió como un chorro de sangre teñían el plato de ducha de rojo.

Preocupada, agarro una toalla, y se dirigió nuevamente al espejo, frente a él se miró de arriba abajo. Cara, brazos, piernas, espalda... Examinó cada centímetro de su piel hasta que se descubrió en la nuca una pequeña herida. No entendía dónde podía haberse golpeado, pero no parecía demasiado grave. Secó el sarpullido con una toalla hasta que dejó de sangrar.

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- Muy bien chicos, recordad que es necesario que, a lo largo de esta semana, traigáis las autorizaciones firmadas por vuestros padres para poder ir a visitar la biblioteca pública de Nueva York.

- Yo no pienso ir – dijo un alumno que estaba sentado al final de la clase.

- Michael, deberías ir. En vistas del resultado de tu último examen de literatura no te vendría mal un poco de cultura general. - El Profesor Thompson dirigió una mirada a todos sus alumnos- De hecho, todos deberíais ir. Y ahora abrid el libro por la página 27.

Durante la clase, Emily volvió a encontrarse mal. Le dolía el cuello y, no solo por la herida, al parecer debía haber dormido en una mala postura porque tenía lo que parecía ser una contractura. Levantó la mano y pidió permiso para dirigirse al baño.

Una vez más en esa mañana, volvía a estar enfrente del espejo. Estaba pálida y las ojeras se le veían mucho más pronunciadas de lo habitual. Se acarició los ojos con la mano izquierda y continuó el recorrido hasta la nuca, cuando un impulso le animó a arrancarse la costra del sarpullido, arrastrando con ella un trozo considerable de piel muerta.

La sensación de sostener aquel pellejo hizo que las baldosas del baño empezaran a abalanzarse encima de ella. Se sentía fuera de sí y notaba cómo la oscuridad tomaba el control. Aun así, la chica alcanzó a comprender que estaba a punto de desplomarse e intentó tumbarse en el suelo lo más rápido que sus debilitadas fuerzas le permitieron.

Cerca de un cuarto de hora es lo que llevaba Emily ausente, Jake estaba preocupado desde hacía un rato y ya le había mandado un par de mensajes a su móvil. El profesor Thompson, que había notado la extraña tardanza, también empezaba a preocuparse. En consecuencia, se vio obligado a interrumpir su explicación sobre las figuras retóricas para preguntar a la clase si alguna chica podía ir en busca de la alumna. Ashley fue la única que se ofreció para tal misión.

La rubia se levantó, se atusó la falda y salió del aula. En el camino hasta los lavabos desenvolvió un chicle y se lo metió en la boca. Mientras lo mascaba, descubrió a Emily tendida boca arriba en el suelo ensangrentado. La impresión por poco hace que se atragantara, y un primer impulso altruista le empujó a socorrer a su rival. Únicamente hicieron falta dos pasos hacia ella para replantearse la situación.

La primera opción habría sido socorrerla: despertarla con cuidado, ayudarle a reincorporarse e incluso ofrecerle un vaso de agua. La segunda idea que le vino a la cabeza fue la de abandonar de inmediato el baño e ir en busca de ayuda. Regresar a clase y con una falsa, pero creíble preocupación, alertar al profesor y a sus compañeros de la situación, con ello se aseguraría de que todo el mundo supiese que algo no iba bien en la extraña Emily Foster.

A Ashley siempre le gustó un buen espectáculo, y más aún cuando este lo organizaba ella, así que no se lo pensó más y puso en marcha la segunda opción. Salió de los lavabos sin darse demasiada prisa. Cuando estuvo delante del aula de literatura, escupió el chicle sobre la palma de su mano para, acto seguido, pegarlo en el marco de la puerta. Se preparó para su gran actuación e irrumpió en la clase gritando.

Emily Foster y los cinco vérticesWhere stories live. Discover now