Capítulo XXI

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Christian estaba estirado en una toalla azul marino sobre la arena de la playa más grande de San Francisco. Daba a mar abierto, por lo que ante él se extendía el Pacífico, que parecía que no tuviera fin. A lo largo de su vida, solo había conocido el Atlántico y estaba seguro de que aquellas aguas eran diferentes, fluían con un tono de azul que nunca antes había conocido. No sabía si ese pensamiento era una tontería más de las suyas o si, realmente, tenía razón; al fin y al cabo, las aguas del Pacífico y el Atlántico debían ser la mismas. Tal vez era su sensación la que era diferente.

A ambos lados, la fina arena se movía con la brisa de la primavera. Se concentró en el sonido de las olas chocando con la costa, siempre había escuchado que era relajante, pero hasta que no estuvo en San Francisco no se había parado a pensarlo seriamente. Desde pequeño no había ido mucho a la playa, siempre encontraba una excusa para no hacerlo. Pero ahora mismo no se le ocurría nada mejor que estar tostándose bajo esos rayos californianos.

Llevaba un bañador amarillo chillón tipo bermuda que en un principio no le gustó demasiado —ya que estaba muy blanco y no le favorecía—. Pero era el más barato de la tienda y se lo acabó comprando. Ahora, que su piel empezaba a coger algo de color, le convencía algo más. El pálido de las palmas de sus pies y de sus manos empezaban a contrastar visiblemente con el tostado del resto de su cuerpo, y eso le encantaba.

Un silbido a su espalda, creyó que se trataba del viento contra las palmeras y siguió con los ojos cerrados boca arriba. Lo siguiente que escuchó fue a alguien gritando su nombre, no se trataba del aire.

— Ya vale, ¿no?

El chico se frotó los ojos con pereza con sus puños cerrados y entornó el párpado derecho en una pequeña rendija, el sol le daba de frente y le molestaba. En una figura borrosa pudo distinguir a Emily con los brazos apoyados en sus caderas. Llevaba una camiseta y los shorts y, además, estaba descalza —aunque no alcanzaba a apreciar sus pies, lo dedujo al ver colgando las Converses de su mano izquierda—.

— ¿Qué pasa? —cerró completamente los ojos de nuevo y dejó caer su cabeza a peso muerto sobre la arena.

— Llevas dos jodidos días tumbado a la bartola en el mismo sitio. ¿No crees que deberíamos ponernos las pilas?

Christian no le contestó y ante tal pasotismo Emily no insistió. Se agachó para coger una de sus zapatillas, que se le había soltado de su mano, y se encaminó hacía la salida de la playa a buen paso y murmurando en voz baja. Al ver la irritación de la chica, él se levantó de un salto y fue corriendo a por ella dejando todas sus cosas abandonadas. Cuando la alcanzó, la detuvo agarrándole el brazo por detrás.

— Perdona Emily, es que ha sido un viaje muy largo y necesitaba descansar. No te enfades...

— Creo que ya he sido muy paciente—. El enfado de la chica todavía se dejaba notar—. No hemos venido hasta aquí para tomarnos unas vacaciones.

— Entiéndelo, yo nunca había venido aquí y estoy... ¡Encantado!

Christian había abierto sus brazos de lado a lado, señalando todo su entorno y expandiendo su cuerpo como si intentara abarcar con su cuerpo toda la costa para parecer más convincente. Emily le miró de arriba abajo y soltó un bufido. La estrategia de Christian de hacerse el paleto no había funcionado.

— Chris, ¿quieres que hagamos esto juntos o no? — la joven le apartó la cabeza y la dirigió hacia la derecha—. Si no es así no pasa nada, solo dímelo para que lo sepa y me las empiece a apañar sola.

Él se dio la vuelta para apreciar su toalla en la lejanía. Se imaginó a sí mismo de nuevo ahí tumbado, se moría de ganas por volver corriendo y dejarse caer en la arena, que ya había adoptado la forma de su cuerpo de tantas horas sobre ella. Pero no podía hacerlo, sus obligaciones y compromisos le reclamaban. Volvió a mirar a Emily y asintió lentamente.

Emily Foster y los cinco vérticesWhere stories live. Discover now