Querida hermana

By Pikcal

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En la ciudad de Edmonton, en el frío país de Canadá, Skye se había resignado a una vida sin demasiadas emocio... More

Prólogo
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By Pikcal

Skye
Edmonton, 1 de marzo de 1993
12:00 P.M.

El autobús bajaba por aquella larga cuesta del mismo modo que lo hacía casi todas las semanas que lo había cogido para ir al centro de la ciudad. Traqueteaba cuando llegaba a la altura de siempre por culpa del asfalto desgastado, pero el conductor ni siquiera se tomaba la molestia de frenar un poco.

Los asientos del fondo solían estar libres y me sentaba allí, abrazada a mi mochila mientras sonaba From The Edge Of The Deep Green Sea de The Cure en el discman que escondía en el bolsillo delantero. Aquel era uno de esos pocos días en los que había logrado reunir el valor necesario para coger uno de los CD de mi estantería y escucharlo de camino.

Desde que Bill se marchó, no había querido escuchar demasiada música a no ser que fuese nueva. Muchos de los grupos me recordaban a mi hermano. Habíamos compartido bastantes cosas, como el gusto por la música o el cine. La mayoría de los CD que descansaban en pilas en mi estantería los había comprado a medias con Bill y no me había atrevido a tocar ninguno desde hacía casi un mes.

Daba la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que se fue.

Pero aquella mañana me había despertado más esperanzada que de costumbre. Algo en mi interior quería confiar en que ese día algo cambiaría, que sería diferente de alguna manera. Que cuando tocara a la puerta de Remi, él tendría noticias de Bill. Lo había estado visitando varios días a la semana, pero jamás había buenas noticias. Más bien, no había noticias de ningún tipo.

Remi, el amigo más cercano de Bill, se alojaba en un apartamento en el centro de Edmonton con otros dos chicos de más o menos su edad. Como mi turno empezaba a las tres de la tarde, había adoptado la costumbre de llamar a la puerta de su casa para preguntarle por mi hermano directamente en persona. No iba todos los días, pero sí unos dos por semana. Nunca sabía cuándo podría haberse puesto en contacto con alguno de nosotros.

Cuando el autobús llegó al final de la cuesta, los rayos del sol se reflejaron sobre los enormes edificios de cristal de la ciudad. Los haces de luz me cegaron, así que cerré los párpados con fuerza. Iba a apartarme de la ventana, pero la calidez del sol me atrajo hacia ella en lugar de alejarme. Apoyé la cabeza sobre el cristal y permití que la luz alimentara esa sensación esperanzadora que crecía en mi interior.

Cuando el autobús estuvo a punto de detenerse en mi parada, me levanté del asiento con cuidado y esperé con paciencia a que las puertas se abrieran.

Aquel era un lunes bastante frío y las nubes grises amenazaban a la ciudad en la distancia. Solo esperaba que cubrieran el cielo cuando estuviera resguardada bajo el techo de Rocket Park.

Anduve unas cuantas calles con los cascos aún colocados sobre mi cabeza. La música marcaba el ritmo de mis pasos y, por primera vez en semanas, esa esperanza me dio una calidez que esperaba que no fuera momentánea. De verdad presentía que iba a encontrarme con buenas noticias. Aceleré el paso y no me importó ir descompensada con los ritmos de The Cure; quería llegar al edificio de Remi lo antes posible.

Crucé una inmensa carretera por el paso de cebra, luego pasé de largo un casino con la fachada roja como las fresas maduras y, finalmente, vi el edificio de ladrillo de tres plantas a pocos metros de distancia. El portal estaba abierto así que lo atravesé en una exhalación antes de que se cerrase por la fuerza de la brisa. Subí rauda las escaleras y pulsé el timbre de la puerta del piso de Remi.

Escuché unos perezosos pasos que se acercaban y, después, alguien abrió la puerta. No era Remi, sino uno de sus compañeros, Carl. Abrí la boca para hablar, pero no tuve tiempo de decir nada.

—¡Remi, es para ti! —dijo hacia el interior del piso—. ¿Qué pasa, Skye? —añadió como saludo.

—Vengo a lo de siempre —sonreí—. Me gusta la rutina.

—Ya veo. —Se pasó una mano por la cara, visiblemente agotado.

Las ojeras de Carl se hundían bajo sus ojos oscuros como nunca antes le había visto. Tenía el pelo corto tan alborotado que los pequeños mechones parecían zarzas puntiagudas y sus labios estaban más rojos de lo habitual. O no se encontraba bien o se había pasado toda la noche despierto.

—No te quedes en la entrada. —Me hizo un gesto con la cabeza mientras se dirigía de nuevo al interior—. Pasa.

Me adentré en aquel piso anodino y apagado que había visto en repetidas ocasiones durante el pasado mes. Antes de que Bill desapareciera, nunca antes había ido a la casa de ninguno de sus amigos, ni siquiera a la de Remi, que había sido el más cercano a mi hermano desde el instituto.

El pasillo que iba desde la entrada hasta el salón era inusualmente largo para un piso tan normal y corriente. Siempre me preguntaba la de tiempo que perderían viajando desde las habitaciones hasta la cocina, el salón o cualquier parte de la casa, en realidad. Todo estaba disperso; el baño en una esquina, los dormitorios a un lado, el salón a un extremo, la cocina en el otro... ¿Quién habría diseñado el edificio de una forma tan poco práctica? Demasiado espacio mal aprovechado.

Dios mío, había sonado como Bill.

Cuando llegamos al salón, me senté en uno de los sofás grisáceos y desgastados sin pedir permiso. Era ya costumbre después de incordiarlos durante tantos días. Estaba un poco desordenado, pero menos que otros días. Había un par de latas de cerveza en el suelo al lado del sofá y dos mandos de consola reposaban en la mesa baja al lado de paquetes vacíos de fideos instantáneos. Los cojines de los sofás estaban desperdigados por todas partes y, por alguna razón, el cuadro que siempre había estado colgado encima del sofá donde me encontraba reposaba sobre el suelo al lado del mueble donde estaba la televisión.

—¿Por qué tenéis el cuadro descolgado? —pregunté para hacer más amena la espera. Remi tardaba más de la cuenta.

Carl se giró hacia el cuadro y soltó un resoplido junto a una risa vaga. Se pasó otra vez la mano por el rostro.

—Eso fue... —Volvió a reír y me dejó con la duda.

Se dirigió hacia el pasillo y desapareció por el umbral.

Hice un mohín mientras trataba de imaginar qué habría ocurrido con el cuadro. Era mejor darle combustible a mi imaginación antes que dejar que la inquietud me devorara por dentro. La esperanza había comenzado a perder fuerza. La angustia y la frustración se habrían paso como si fuesen termitas a través de la madera.

Remi apareció entonces en el salón sin apenas darme cuenta.

—Perdona, Skye. —Se acercó a mí y pude ver una disculpa en el brillo de sus ojos castaños—. Ha sido una noche... en fin, ya estoy aquí.

Presentaba un aspecto muy desaliñado, al igual que Carl. No pude evitar sorprenderme un poco; no estaba nada acostumbrada a ver a Remi así. Era de esas personas que se preocupan muchísimo por cuidar su aspecto, incluso recién despierto. Sin embargo, aquella mañana sus rizos castaños se arremolinaban por todo su cuello de forma desordenada, no se había molestado en ponerse las lentillas, así que arrugaba los ojos en un intento por ver mejor, y tenía pequeñas heridas en los labios enrojecidos. Llevaba un chándal arrugado, nada propio en él, y una mancha de aceite decoraba el centro de la sudadera.

Cuando se percató de mi mirada colmada de sorpresa, se removió incómodo y empezó a recoger trastos como si planeara hacerlo con independencia de que yo estuviera presente.

—No tengo noticias de él —dijo mientras colocaba los cojines en su sitio—. Lo siento.

Aquellas palabras me sentaron peor que un balde de agua helada.

Remi me colocó una mano en el hombro después de terminar de colocar el último cojín.

—Yo también estoy muy preocupado —confesó—. Siempre ha sido una persona solitaria. Rozaba la actitud de los ermitaños, la verdad. Pero... esto es demasiado. Lo siento mucho, Skye. Si yo lo estoy pasando mal, no me quiero ni imaginar...

—No entiendo por qué no ha contactado conmigo. —Me levanté del sofá para separarme de él y empecé a caminar por el salón con nerviosismo—. No paro de pensar en que le ha tenido que pasar algo. Fui a la policía hace una semana, pero me dijeron que, si se había ido por su propio pie, no podían considerarlo una desaparición. Vengo a tu casa a menudo con la esperanza de encontrar noticias que nunca llegan. ¿Qué más puedo hacer? —Me detuve y suspiré agotada, con las lágrimas a punto de traicionarme—. No puedo salir afuera a buscarlo... ¿Por dónde iba a empezar? Bill podría estar en cualquier parte del mundo.

Solté un gemido sin querer y una lágrima escapó de mis ojos. Me la enjugué muy rápido y con la esperanza de que Remi no la hubiera visto. Pero cuando lo vi levantarse del sofá y acercarse a mí, supe que se había percatado de ello. Me separé un poco al ver la intención de un abrazo en su mirada y él captó la señal.

—Te prometo que en cuanto reciba noticias, lo primero que haré será llamarte —me aseguró—. Y sé que tú harás lo mismo conmigo.

—Por supuesto.

Asintió y ladeó la cabeza mientras apretaba los labios en una fina línea. Me fijé en el moretón que decoraba su cuello por la parte derecha. Arqueé una ceja de forma sutil.

Eso no era un moretón...

Alcé la mirada hasta sus ojos y él me devolvió el gesto.

—¿Te gustaría desayunar? —me preguntó—. Es un poco tarde, pero qué más da. El viernes fui a comprar y me aprovisioné de cruasanes, tostadas y mil cosas más.

No tenía apetito y, aunque lo hubiera tenido, el hecho de que la ausencia de noticias me estrujara la esperanza hasta aplastarla me habría quitado de un plumazo las ganas de comer.

—Venga, Skye —insistió Remi—. No puedes dejar de comer. Cada vez que vienes te veo más...

Carl pasó por su lado y le dio un codazo para después dedicarle una advertencia con la mirada. Agradecía que Carl hubiera conseguido que se contuviera, pero mi mente ya se había encargado de completar la frase por Remi.

Era muy consciente de los kilos que perdía con el paso de los días. Me encantaría poder decir que me esforzaba por que eso no ocurriese, pero lo cierto era que había descuidado mi alimentación. No tenía apetito.

Con lo que me gustaba comer...

—Gracias, pero ya he desayunado —mentí—. Entro a trabajar en media hora, así que me marcho ya. Pero gracias por ofrecerte.

Remi me dedicó la expresión más compasiva que le había visto jamás y aquello me encendió un poco por dentro. No me gustaba un pelo esa mirada; lo de Bill me afectaba y dolía aún más cuando los demás me regalaban esa compasión que no buscaba en absoluto.

—Vale, pero llévate esto. —Remi metió un puñado de cruasanes en una pequeña bolsa de papel y me la tendió—. Por si te entra hambre más tarde.

Acepté la bolsa y una tenue sonrisa tiró de mis comisuras.

—Gracias.

—Si tienes cualquier problema, no dudes en llamarme. Tienes bien apuntado mi número de teléfono, ¿verdad?

—Deja de agobiarla —le espetó Carl, apoyado sobre la encimera con una taza de café en la mano.

Remi se giró para fulminarlo con fiereza. Los ojos de Carl, sin embargo, refulgían divertidos y con una intensidad abrasadora cuando le devolvió la mirada a Remi. Permanecieron así unos segundos y la tensión sexual fue tan palpable que hasta el menos avispado habría sentido que sobraba.

Fue entonces cuando me eché la mochila sobre el hombro y me dirigí al umbral de la cocina.

—Me voy. —Les dediqué una última sonrisa—. Volveré en unos días.

Imaginé entonces por qué el cuadro estaba en el suelo esa mañana.

·

Ir a trabajar no era igual que hacía unas semanas. Parecía que la marcha de Bill había dejado tras de sí un reguero de mala suerte que se manifestaba de formas muy curiosas: el frigorífico se había estropeado y mi padre y yo tuvimos que comprar uno nuevo con parte de los ahorros; el cristal de la ventana del salón que daba a la entrada de casa había quedado destrozado después de que unos niños lo golpearan con un balón y huyeran sin molestarse en recoger la pelota; las últimas nevadas nos habían creado una humedad inmensa en el techo del baño; además, el encargado no me había dado la jornada completa.

Había esperado con ansia el momento en que por fin pudiera trabajar durante ocho o nueve horas para poder ahorrar dinero y tener un colchón económico. Además, me habría venido genial en aquellos momentos tan difíciles, así habría tenido la cabeza ocupada en algo. Pero, o bien el encargado se había arrepentido de su decisión, o sus planes habían cambiado. Esperaba que fuera lo segundo y que, algún día, me volviera a ofrecer la jornada completa.

Desenchufé la máquina de Street Fighter II y volví a conectar el enchufe a la corriente. Comprobé que volvía a funcionar con normalidad, ya que había dado problemas a unos chicos que habían llegado después de clase para jugar, y me retiré de ella para comprobar todas las demás. Había algunas que ya tenían unos cuantos años y cargaban con varios golpes a sus espaldas. No era de extrañar que fallaran de vez en cuando, pero ahí estaría yo para cuidarlas...

...toda la vida.

Miré a mi alrededor. Los lunes era el día más triste de todos. No había casi ruido, tan solo el barullo de unos chicos que acababan de entrar por la puerta y la música que sonaba por los altavoces. La misma radio de todos los días, las mismas canciones una y otra vez.

Una punzada me atravesó el pecho.

Me dirigí al mostrador y dejé a un lado la tarea de revisar las máquinas. No parecían estar mal, así que, si alguna fallaba, me encargaría de ella en el momento. Aquel no era un buen día, a pesar de haberme levantado más esperanzada de lo normal. No quería forzarme.

Me pasé una mano por la frente al notar un poco de sudor. Hacía más calor que otras tardes en Rocket Park. Quizá Aran, el encargado, había subido la temperatura al hacer tanto frío. Iba a retirarme de mi puesto para preguntárselo, pero lo pensé mejor. No me apetecía entablar conversación con nadie en general.

La tristeza me invadió ante la falta de actividad. No podía creer que echara de menos los sermones de Bill acerca de mi futuro. Seguro que él habría utilizado como excusa el no haber conseguido la jornada completa para azuzarme de nuevo con que estudiase algo. Una sonrisa se dibujó en mi rostro, pero no tardó en desvanecerse. Me habría gustado poder contarle acerca de la decisión del encargado. Bueno, y muchas cosas más. Pero no tenía modo de contactar con él. Solo él podía hacerlo; se sabía nuestro número de casa de memoria.

«Ojalá te pongas pronto contacto».

—Es tan feo que da hasta pena.

Aquella vibrante voz me obligó a alzar la mirada. Ni siquiera había visto a Emilia y a Chris entrar por la puerta. Le arrebaté de las manos a Chris el pato verde de peluche y lo abracé con fuerza.

—Tienes el alma podrida —le solté con el gesto torcido—. Es monísimo.

Me sonrió y se sentó sobre el mostrador de un salto mientras cogía otro pato.

—¿Qué pasa, nena? —Adoptó una voz ronca y profunda e hizo como si fuese el peluche el que hablaba—. No tendrás por ahí un dólar suelto, ¿no?

Intenté arrebatarle el muñeco, pero se apartó a tiempo y se rio con ganas.

—¿Eso te ha parecido mono? —preguntó—. Porque así es como me imagino que hablarían si pudiesen. Mira las pintas que tienen, por favor.

Miré al peluche durante más tiempo del necesario e hice una mueca.

—Muchas gracias —le dije cuando dejé de forcejear para recuperar al pato—. Ahora ya no podré verlo de la misma forma.

—De nada.

Chris se había esforzado bastante en acercarse a mí en las últimas semanas y lo cierto era que lo agradecía. Su compañía era agradable y me sentía cómoda con él. Además, no había vuelto a proponerme ninguna especie de cita, sino que se había limitado a conversar sobre aficiones y otros temas para ayudarme a olvidar un poco a mi hermano, del cual había escuchado hablar irremediablemente. Emilia y él venían a menudo a Rocket Park para hacerme compañía y eso era, sin duda, lo mejor de mis días.

Emilia atravesó el mostrador y me dio un abrazo inmenso.

—Estás ardiendo, Skye —soltó con sorpresa para después colocarme una mano sobre la frente—. Ardes. En serio.

Me aparté de ella para comprobarlo por mí misma, pero no me notaba caliente, solo sentía un intenso dolor de cabeza y muchísimo cansancio. Lo había achacado a lo mal que había dormido desde la marcha de Bill y a cómo me alimentaba últimamente. Igual había pillado un virus o algo así y no había sido consciente, pero no tenía mocos ni dolores a parte del de cabeza, cuyas punzadas parecían cuchillas sobre mi cráneo.

—No me encuentro tan mal —dije antes de sacar mi botella de agua de la mochila y beber unos cuantos tragos. El agua parecía helada en contraste con mi cuerpo—. Hoy procuraré descansar mejor.

Chris ladeó la cabeza cuando olió la mentira.

—Oye, ¿por qué no te vienes una temporada a mi casa? —Me propuso Emilia—. Vivir yo sola con Anna es aburrido, nunca quiere hacer nada. Se pasa el día encerrada en su cuarto. Me encantaría que te vinieras unos meses y así podríamos cocinar juntas, ver películas por las noches, hablar cuando lo necesitemos... ¡Sería genial!

Emilia dio un saltito con ilusión. Sonreí ante su ímpetu.

Sin embargo, por mucho que me encantase la idea, no tenía intención de dejar a mi padre solo tal y como estaba. Las últimas semanas habían sido un infierno para él, mucho más de lo que lo era para mí. Se culpaba constantemente de que Bill se hubiera largado. Salía todos los días al porche, aunque el aire fuera gélido como los témpanos de hielo, y miraba hacia la calle con la esperanza de ver el coche de Bill aparecer al final de la carretera. La bebida cada vez era menos habitual y hacía pocos días que ya no quedaba rastro de botellas de alcohol en casa. Papá había vuelto a terapia y, esta vez, parecía mucho más dispuesto a dejar la bebida que todas las veces anteriores.

No iba a dejarlo solo en el proceso. Quería estar en casa con él y acompañarlo en todo lo posible.

Me dio reparo rechazar la oferta de Emilia de forma tan directa por el entusiasmo con el que me miraba, así que le solté un simple «ya veremos» para después atender a un chaval que se había acercado al mostrador a intercambiar tickets.

—¿Seguro que no quieres llevarte al pato? —preguntó Chris al muchacho mientras le mostraba uno de los peluches del montón que tenía a su lado—. Mira, si es monísimo.

Casi puse los ojos en blanco.

—Es horroroso. —El chico hizo una mueca exagerada—. Quiero monedas, por favor. Necesito practicar con Ken para ganar al imbécil de mi amigo. Es demasiado bueno con Vega.

Saqué un par de monedas de la cajita de madera y se las dejé en el mostrador.

—¿Y si pruebas con Blanka? —le sugerí—. Su electric thunder es increíble.

—Es que no sé cómo hacerlo...

—¿Quieres que te lo explique? Una vez lo aprendes es muy sencillo y seguro que haces que ese amigo tuyo muerda el polvo.

Algo se iluminó en su mirada y disipó parte de la oscuridad de mi interior.

—¡Vale! —gritó con entusiasmo para después dirigirse hacia la máquina de arcade de Street Fighter II con una amplia sonrisa.

Emilia me dejó paso para que pudiera abandonar el mostrador.

—Me encanta lo friki que eres —soltó Chris con picardía.

Lo miré de soslayo con media sonrisa y me encaminé hacia la máquina. La combinación de botones para realizar los ataques no era complicada, lo difícil era coordinar los dedos para hacerlo rápido. Era una cuestión de práctica; en cuanto el chico combatiera unas cuantas veces con esa secuencia de botones, le saldrían sin tener que pensarlo siquiera.

Me encantaban los videojuegos.

Antes de llegar a la máquina di un traspié por culpa de un ligero vahído. Me apoyé un segundo sobre una de las máquinas que había cerca y después seguí mi camino hasta llegar junto al niño.

Estuvimos un buen rato delante de la pantalla para que aprendiese, y hasta utilicé un par de monedas extra sin que el encargado se enterase para que el niño pudiera practicar un poco más. Me había caído bien; era amable con los botones y tenía bastante paciencia a la hora de escucharme. Se las merecía.

Le di una última moneda extra y me dirigí hacia el mostrador de nuevo. Emilia atendía a un par de chicas mientras Chris trataba de convencerlas para que intercambiasen sus tickets por patos de peluche. Sacudí la cabeza con media sonrisa.

—La próxima vez que vea que uno de tus amigos atiende el mostrador, te pongo en la calle, ¿de acuerdo?

Me giré hacia aquella voz, hosca y muy cercana a mi nuca. El encargado estaba a pocos centímetros de mí con una expresión llena de rabia. Di un pequeño respingo ante su rudeza. No era el tipo más amable del mundo, pero no solía hablarme así.

Aran era un tipo de unos treinta y tantos, ancho de hombros y con su mata de pelo castaño recogida en una coleta alta. Era un poco susceptible y casi nunca sonreía, pero no era mala persona.

—Solo ha sido un momento, estaba ayudando a un chaval que...

—Tu trabajo no es ayudar a nadie a jugar, es atender el mostrador y convencer a los niños de que pasen aquí el máximo tiempo posible.

Dicho lo cual, desapareció a través de la puerta de solo personal.

En los dos años que llevaba trabajando allí, el jefe jamás se había quejado por ayudar a los críos. Jamás. ¿Qué había cambiado ahora? ¿Era porque Emilia y Chris venían más a menudo de lo normal? Por una parte, Aran tenía razón, pero...

«Cuando menos lo esperes, será tarde para elegir nada y te verás atrapada en un sitio como Rocket Park durante toda tu vida».

Me mordí el labio para contener el enfado. Aquello no había sido nada, tan solo una simple regañina por algo por lo que, en parte, el encargado tenía razón. Debía ceñirme a mi puesto y lo cierto era que había ganado tal confianza que me había tomado algunas libertades. Pero eso era precisamente lo que hacía aquel trabajo soportable.

No, soportable no. Hacía que me gustara, eso es.

Me gustaba Rocket Park.

No iba a dejar que la voz de Bill me condicionara. Se había largado y no había contactado conmigo en todo un mes. Si no le había ocurrido nada, no tenía sentido que las palabras de alguien capaz de hacer algo así me controlasen. ¿Cómo podía mi hermano estar tan presente y a la vez tan ausente en mi vida?

Bill había logrado lo que buscaba: huir de esa vida que, según él, odiaba con intensidad. ¿De verdad había detestado su vida hasta llegar a tal extremo? A mí tampoco me gustaba mi vida, pero nos teníamos el uno al otro, nuestros amigos nos apoyaban y ambos teníamos trabajo. O es que... ¿en el fondo me odiaba a mí también y no solo a la situación? ¿Era por eso por lo que no se había puesto en contacto conmigo? Quizá al fin se había librado de una de las partes de él que lo mantenían encadenado a Edmonton. Tal vez yo simbolizaba eso para él.

Me pasé una mano por la frente, inspiré aire y di un paso en dirección al mostrador. Solo que, cuando apenas estaba dando el segundo paso, me precipité hacia el suelo mientras veía estrellas en mi visión. 

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