Hermano Sol, Hermana Luna

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Al día siguiente, Jeno se sorprendió cuando me volvió a ver en la salida del gimnasio.

Solo tuve que decir dos palabras con una sonrisa sincera, y le tuve siguiéndome al mismo rincón de la facultad perdido de la mano de Dios.

—¿Comes conmigo?

Solo que hoy, había puesto especial cuidado en observar su reacción cuando además de sacar de mi mochila mi propia comida, saqué un segundo tupper y lo coloqué con cautela delante de él. Jeno se quedó inmóvil, y levantó una ceja inquisitiva.

—Antes de que digas nada —comencé—, tengo que decir en mi defensa que la idea se me ocurrió antes de que me lo contases todo ayer —me apresuré a explicar. Coloqué al lado del tupper unos palillos de plástico y un pañuelo, y proseguí—: Es para ti, ¡pero! no tienes que probarlo si no quieres, y menos aún comértelo entero.

Jeno permaneció en silencio, sin decir ni mostrar ninguna reacción, y por un segundo estuve a punto de pedirle disculpas y decir que era una broma sin gracia para guardarlo todo en mi mochila de nuevo, hasta que su voz calmó mi apanicado corazón:

—¿Cocinaste esto para mí?

—Bueno, cociné y guardé una pequeña ración para ti, por si te apetecía probarlo como ayer y te acababa gustando... —aclaré.

Jeno brillaba con luz propia frente a mí.

—¡C-claro que sí!

Tomó los palillos con ganas y su rostro se iluminó de tal forma al levantar la tapa del recipiente que casi tuve que pegarme en el pecho para no atragantarme con mi propia saliva.

—De verdad que si no te gusta o no te apetece no hace falta que te lo comas, ya sabes que no quiero presionarte a nada y tampoco me sentiré mal si no lo haces —le recordé.

—¡Que aproveche! —exclamó contento, ignorando completamente lo que le estaba diciendo. Probó el primer bocado, y el segundo y el tercero, y cuando Jeno me devolvió en un visto y no visto el pequeño recipiente vacío, tuve que cortar de raíz el pensamiento que empezaba a nacer en mi mente como un parásito tóxico y que deseaba sentirse el salvador de la persona frente a mí.

Después de haber sido testigo de la vulnerabilidad y sinceridad de Jeno, comencé a sentir que él y yo habíamos alcanzado un nuevo nivel de intimidad que solo nosotros percibíamos. Las clases volvieron a empezar, y con ellas nuestros días, horas, minutos y segundos empezaron a entremezclarse. Por la mañana quedábamos en la estación de tren para ir a clase juntos, nos sentábamos juntos (bajo la mirada siempre al acecho de Haechan), le esperaba para comer juntos al salir de natación (porque él me había aclarado que había dejado las competiciones, pero seguía queriendo nadar) y aunque la mayoría de días Jeno disfrutaba inmensurablemente de la comida que yo le preparaba (al contrario que mi madre que cada día se quejaba más de lo sanos y aburridos que se habían vueltos mis platos), y me lo agradecía invitándome a un café bien cargado u ofreciéndose a limpiar él mismo los cubiertos y el tupper, había una pequeña y molesta parte en mi subconsciente que me repetía una y otra vez que no podía hacerme ilusiones ni atribuirme el mérito sobre la aparente recuperación paulatina de su anorexia. Que yo, por mucho que quisiera, no podía salvar a Jeno, ni iba a sacarle del lugar oscuro en el que estaba su mente. Podría ser su apoyo, su ayuda, estaría ahí cuando necesitase hablar conmigo, pero mis palabras nunca serían sustitutas de una sesión de terapia, y mi comida no le curaría.

Estos límites se hicieron especialmente claros en mi cabeza cuando, después de haberme ilusionado porque Jeno parecía volver a tener apetito y estaba empezando a verse más feliz frente a la comida, la buena racha se terminó el día que no pudo probar bocado alguno. Se disculpó conmigo mil veces, más afligido por decepcionarme que otra cosa, y yo le aseguré que no pasaba nada mil y una veces más. No pregunté ni presioné, con la esperanza de que me comentara si había algún problema. No lo hizo.

My First And Last | NominWhere stories live. Discover now