«¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan?»

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Homero. Ilíada. CANTO I.

Noviembre. 2020.
Cementerio del Père Lachaise.
París, Francia. 


La lluvia caía con fuerza, como si el cielo también llorase su pérdida. Mi madre sollozaba desconsolada, mientras que mi padre la abrazaba con fuerza, atrayéndola hacia sí.  Los tres nos encontrábamos ante un profundo agujero excavado en la tierra.

Pero no era un agujero normal, ya que en él estaban enterrando una parte de nosotros.

El día que recibí la llamada de la policía estaba en el laboratorio. El ambiente que reinaba en él era de euforia pura, ya que seguíamos en esa especie de deriva en la que te encuentras cuando consigues algo que nunca pensaste que ocurriría. Y nosotros estábamos cada vez más cerca de ello.

De la vacuna que lo cambiaría todo.

Nunca olvidaría cómo las piernas me fallaron y una sensación de angustia me consumió, llevándose todas mis buenas energías. La policía se negó a darme los detalles por teléfono, pero no fue necesario: miles de escenarios en los que aparecía el cuerpo sin vida de mi hermano pasaron veloces ante mis ojos. Cuando llegué a la comisaría para reconocer el cadáver, creí que yo también podría morirme en cualquier momento. Aún era capaz de sentir la mano de Diane apretando la mía con fuerza.

Efectivamente, era él. Era mi hermano. Y estaba muerto.

Alguien acarició dulcemente mi mejilla, sacándome de la especie de trance en el que me encontraba. Los brazos de mi madre me envolvieron con desespero. Por encima de su hombro pude ver cómo mi padre nos dedicaba una sonrisa triste. Yo no era capaz de responder a ninguna de sus intenciones de reconfortarme. No tenía fuerzas para llorar ni para moverme si quiera. Era como una marioneta a la que le habían arrebatado su titiritero.

Me sentía vacía.

Yo también había muerto el día que mi hermano decidió quitarse la vida.

El sepulturero hizo un gesto en dirección a mi padre. Este cogió la mano de mi madre y ambos avanzaron hasta aquel maldito hoyo. El llanto de ella aplacaba el sonido de la lluvia furiosa que caía sobre nosotros. Observé, sin mover un solo músculo, como Alesandro dejaba caer un puñado de tierra mojada sobre el ataúd de su hijo, que ya se encontraba bajo tierra, a la espera de ser cubierto. Agatha, mi madre, imitó sus acciones. No supe cuanto tiempo pasaron ahí abrazados, pero sin duda no era el suficiente para despedirse de un hijo.

Nunca lo sería.

Volvieron a mi lado, haciéndome saber que el momento para mi último adiós a Adrien había llegado. Sostuve con fuerza el tallo de la rosa blanca que llevaba en la mano y avancé hacia el lugar en el que se encontraba el féretro de mi hermano. Miré hacia abajo, reprimiendo las ganas de llorar. Llevé la flor a mis labios y deposité un beso suave sobre sus pétalos para después dejarla caer junto a la tierra que mis padres habían depositado minutos atrás. Una lágrima solitaria rodó por mi mejilla, pero la limpié rápidamente.

La bilis ascendió por mi garganta cuando vi el asentimiento que mi padre dedicó a los sepultureros.

Era la hora.

Ambos comenzaron a cubrir la caja. Toda la vida de Adrien se redujo a ese momento. Sus sueños, aspiraciones, miedos... Todo estaba ahí dentro. Ya no habría más llamadas, ni más jueves de películas en el sofá de nuestra casa, ni más cervezas a la salida del trabajo.

Él se había llevado todo eso consigo.

Los tres aguardamos en silencio hasta que la tierra cubrió por completo el lugar en el que mi hermano descansaría para el resto de la eternidad. El barro manchaba mis zapatos y un dolor agudo se extendía por mi brazo a causa de llevar horas sujetando el paraguas en la misma posición, pero, aún así, no era capaz de moverme.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now