«Tranquilízate y no pienses en la muerte»

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Homero. Ilíada. CANTO X.


La persona que me devolvía la mirada a través del espejo no parecía yo, pero ciertamente lo era. La luz fría que refulgía contra los azulejos blancos de las paredes no le hacía ningún favor al tono cetrino de mi piel; reflejo de las semanas que había pasado encerrada en el apartamento de Diane. A este debía sumarle las profundas ojeras que hacían ver mis ojos como dos pozos sin fondo y que eran el resultado de la noches nefastas que padecía. Dormir se había convertido en una actividad tan ajena a mí que vagamente recordaba cuando había sido la última vez que mi cuerpo descansó realmente. Y es que el instante en el que el sueño comenzaba a vencerme era el elegido por mi mente para revivir todas las situaciones horribles de las que había sido testigo durante los últimos meses. Debido a ello, trabajar tras el crepúsculo se había vuelto una rutina poco sana que me tenía realmente agotada, pero preferible a dejarme arrastrar a un sinfín de pesadillas.

Tras lo ocurrido la noche anterior en el baño de la discoteca, Apolo tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para tratar de calmarme tras presenciar cómo litros de sangre salpicaban la superficie marmolada del lavabo del local. Cuando las lágrimas desaparecieron, y tal y como él había tratado de explicarme con insistencia, me percaté de que el dios estaba en lo cierto: no había ni rastro del líquido escarlata ni, mucho menos, indicios de su presencia en ningún momento.

Todo había sido fruto de mi imaginación.

Me repetí aquella afirmación como si de un mantra se tratase mientras miraba fijamente el grifo del baño que compartía con Apolo y Diane. Sabía de sobra que el dios de la verdad no mentía cuando me aseguró que aquellas alucinaciones bien podrían haber sido el resultado del consumo de drogas. Pese a que en primera instancia me había mostrado convencida sobre la aparición de la mujer de mis sueños en el edificio, tras lo ocurrido en el baño empezaba a creer que Apolo llevaba razón y lo había imaginado todo. Aun así, existía en mí un miedo estúpido, pero latente, que me hacía temer algo tan ridículo como lo era el agua corriente.

Alargué el brazo, dispuesta a acabar con aquella pantomima, cuando alguien golpeó la puerta con insistencia, sobresaltándome:

—Soph, ¿estás bien? —preguntó Diane al otro lado—. Llevas un buen rato ahí dentro.

Agradecida por la interrupción, abrí la puerta de par en par, encontrándome a Diane.

—Perfectamente —confirmé, tratando de esbozar una sonrisa sincera que, al parecer, no fue lo suficientemente auténtica como para que mi amiga me creyese. Sin darle tiempo a indagar en el tema, achaqué mi apatía a la salida de la noche anterior—: Ya sabes, resaca.

La diosa me observó detenidamente durante unos segundos, dudando en si creerme o no. Ambas sabíamos que yo nunca tenía resaca, por mucho que hubiese bebido la noche anterior. Lo cierto era que no me había visto aún con el valor suficiente como para confesarle todo lo ocurrido durante mi salida con Apolo. Siendo completamente sincera, me aterraba compartir con ella todo lo relacionado con las visiones que había tenido y, lo más importante, aquello que las había provocado. No por el hecho de que fuese a juzgarme, sino porque, al pronunciar en voz alta aquello que su hermano y yo habíamos hecho, se convertía en una verdad que, por el momento, no tenía fuerzas para enfrentar. ¿Con qué cara iba a mirarla tras contarle que, mientras ellos trataban de impedir la guerra que nos exterminaría a todos, yo estaba bebiendo, drogándome y liándome con su gemelo? Finalmente, una sonrisa inescrutable apareció en el rostro de mi amiga. 

—Ya me imagino —comentó monótonamente—. De hecho, hay algo de lo que deberíamos hablar... —El sonido de su teléfono que anunciaba una llamada entrante acabó con la posibilidad de continuar con aquella conversación. Con la mano que tenía libre, pues en la otra llevaba varias prendas de ropa en las que yo no había reparado, sacó el aparato del bolsillo trasero de su pantalón vaquero y miró la pantalla con fastidio—. Estamos de camino —mintió al descolgar. Acto seguido, me tendió la ropa perfectamente doblada, que identifiqué como indumentaria deportiva, y se apartó el terminal unos centímetros de la cara para susurrarme—: Necesito que te pongas esto rápido. Nos están esperando.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now