«¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá?»

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Homero. Ilíada. CANTO XI.


Las lágrimas bañaban mis mejillas. Jamás creí que experimentaría un dolor más grande que el que sentí el día que me comunicaron el fallecimiento de mi hermano. Ni tras saber que se había tratado de un homicidio. Ni siquiera cuando, meses después de su muerte, me sorprendí riendo sinceramente y la culpabilidad de permitirme ser feliz sin él me hizo arrastrarme nuevamente a mi cama, en la que acurrucarme hasta que el dolor me consumiese. Como yo pensé que el sufrimiento de una pérdida así debía vivirse.

En esos momentos conocí una aflicción mayor a todas los anteriores. La que sientes cuando eres consciente de que todo lo que has pasado y, lo más importante, lo que has perdido, no ha servido para nada.

—Sophie, tienes que tratar de calmarte —señaló Atenea con voz suave. Apretó mis manos entre las suyas con ademán tranquilizador—. No podemos ayudarte si no nos dices qué es lo que ha ocurrido.

—Odio decir esto, pero lleva razón —concordó Apolo para sorpresa de ambas—. No puedo intervenir constantemente en tu estado de salud o las Erinias nos harán una visita. Y te aseguro que no será agradable.

Ambos dioses habían aparecido en la Sala en la que me encontraba en apenas segundos. Ni siquiera había tenido tiempo de guardarme el teléfono en el bolsillo de la bata.

Sabía que ambos estaban en lo cierto, pero la parte racional de mi cerebro parecía reacia a tomar el control de mi cuerpo, que se encontraba sumido en un torbellino de tormento, pena y culpa. Sin duda me había equivocado al llamar a Atenea. No me entendería. Ninguno de los dos lo haría. No alcanzarían a comprender la magnitud de los últimos acontecimientos.

No había vacuna. Y no contábamos con los medios ni con la documentación necesaria para reelaborarla. Todo había sido destruido... por mí. O eso era lo que Karen me había asegurado. Era mi culpa. Yo era la responsable de todo. A las miles de muertes que engrosaban la mochila de destrucción que llevaba a la espalda debía sumarle también mi incapacidad de revertir el daño infligido; de evitar que nadie más falleciese debido a una enfermedad atroz y desconocida. El llanto no tardó en agudizarse, azuzado por mi constante autoflagelación. No podía creerlo. Era imposible. Si Karen estaba en lo cierto, ¿por qué no recordaba nada? ¿Había ido realmente a Mílo para firmar aquellos documentos? Y, de ser así, ¿cuándo lo había hecho?

«No has ido a ninguna parte», me recriminó mi subconsciente. «No has firmado nada». ¿Estaba mi compañera confundida? Quizás era todo un error. Sí, debía serlo. A lo mejor me había confundido con otra persona. Quizás... Quizás... Entre el maremágnum de pensamientos, alcancé a oír la voz demandante de Atenea:

—Apolo.

Karen lucía convencida. Había dicho que yo lo había hecho; que yo había firmado. Abrí la boca en busca de una bocanada de aire que parecía no querer insuflar oxígeno a mis pulmones, que ya me ardían a causa de la disnea. El corazón me palpitaba a un ritmo agónico, contrayéndose dolorosamente con cada espasmo causado por el llanto. Sentí como alguien trataba de sostenerme las manos con fuerza para evitar que me arañase la piel del pecho. Me ahogaba dentro de un huracán de pensamientos destructivos: la vacuna, mi hermano, Sanders... Todo lo que ya no tendría. Todo lo que había perdido.

Para nada.

El dolor desapareció tan pronto como había llegado; y con él lo hicieron la culpabilidad y la pena. Aquellos sentimientos que me habían impedido pensar con claridad se esfumaron, barriendo consigo el latido desbocado de mi corazón y restituyendo el flujo normal de aire a mis pulmones. En ese momento pude apreciar a la diosa de la sabiduría, cuyas manos seguían envolviendo las mías, arrodillada ante mí. Justo detrás de ella, mirándome con evidente preocupación, estaba Apolo.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now