«¿Por qué os abstenéis de pelear y esperáis que otros tomen la ofensiva?»

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Homero. Ilíada. CANTO IV

Mi avión sale en un par de horas. No veo el momento de volver a verte. Resérvame algún día de esta semana para ir a cenar. Es una cita.

Releí el mensaje de Elijah varias veces. Fueron otras tantas las que tecleé alguna palabra sin sentido que, finalmente, terminé eliminando antes de dejar el teléfono sobre la mesa. Aquel era el tercero de sus mensajes que dejaba sin contestar, pero, sinceramente, no tenía ni tiempo ni ganas de hacerlo. Sabía que era egoísta, puesto que él no tenía nada que ver con toda la locura en la que estaba involucrada, pero trataba de excusarme en el hecho de que hacía apenas una semana que me había enterado de que yo —o, mejor dicho, la vacuna en la que llevaba años trabajando— arrasaría la humanidad.

«Qué poético todo», bromeé interiormente.

Que la vacuna contra el CHRYS–20 fuese el detonante del estallido de la guerra comercial entre Estados Unidos y China iniciada hacía unos años no era ninguna sorpresa. La existencia de la rivalidad entre ambas potencias era de dominio público, pero el hecho de que el panteón olímpico griego se hubiese posicionado en el conflicto era una completa locura. La mera existencia real del panteón olímpico griego ya suponía algo sencillamente demencial. Lo cierto era que eran muchas las veces que necesitaba recordarme a mí misma que todo lo ocurrido durante las últimas semanas no era producto de mi imaginación. Aún así, saber que mi mejor amiga era en realidad la diosa Artemisa, quien se había infiltrado en nuestras vidas junto a su hermano y dos Amazonas, era algo que necesitaba reprocesar cada cierto tiempo.

«Lo siento, Elijah, pero tengo demasiadas cosas en la cabeza».

Los cuatro seres mitológicos encargados de mi protección habían decidido, a pesar de mis numerosas y continuadas quejas, que lo más conveniente era tenerme vigilada —yo prefería utilizar el término «recluida»— en el apartamento de Diane. Esto se debía a la reticencia de mi mejor amiga a dejarme volver a mi casa hasta que no estuviesen seguros de que allí estaría a salvo. Las tres mujeres habían iniciado una verdadera campaña en búsqueda de aliados divinos interesados en garantizar mi seguridad individual y la de toda la raza humana. Yo, por mi parte, había decidido aprovechar mis días de cautiverio para avanzar con algunas tareas pendientes del laboratorio. Esto ocurría bajo la atenta mirada de Apolo, quien parecía convencido de que yo era una kamikaze que buscaba morir lentamente a manos de alguno de sus parientes. Nuestra animadversión mutua no facilitaba mucho los hechos, por lo que tratábamos de convivir como buenamente podíamos. Sus esfuerzos se centraban en intentar no arrancarme la cabeza a cada comentario viperino que abandonaba mi boca, y los míos en provocarle hasta el punto en el que sus impulsos de acabar con mi vida no fuesen incontrolables.

Mis dedos se movían raudos sobre las teclas del portátil. La mesa del salón se encontraba repleta de carpetas y documentos varios. Entre esa locura de papeles sobresalía tímidamente una taza de café de la que daba sorbos distraídos de cuando en cuando.

Por el rabillo del ojo vi como una silueta tomaba asiento en la silla que había a mi izquierda, en la cabecera de la mesa. Obvié su presencia, tal y como llevaba haciendo ya varios días. Apolo me miró fijamente, analizando cada uno de mis movimientos, pero yo continué ignorándole. Una de las cosas que había descubierto sobre él en los últimos días era su incapacidad para estar quieto. Revoloteaba a mi alrededor tocando todo y adoptando las posturas más inimaginables e incómodas para tumbarse en el sofá o sentarse en una silla.

Cogió una de mis carpetas y la abrió, ojeando su contenido con absoluto desinterés. Tuve que morderme la lengua para no soltarle algún comentario malintencionado. Diane me había hecho prometer que intentaría llevarme bien con su hermano, pero mi antipatía hacia él crecía por momentos. Exhalé a conciencia cuando vi cómo dejaba la carpeta sobre la mesa de malas maneras y abría otra diferente. Su modus operandi siempre era el mismo: cotilleaba mis cosas sin ningún tipo de pudor y, cuando ya no le resultaban entretenidas, las desechaba con hastío.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADATahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon