«¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas túnicas!»

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Homero. Ilíada. CANTO V.

Detuve el coche en el aparcamiento que había a pocos metros de la Basílica del Sagrado Corazón y apagué el motor. Miré la construcción detenidamente a través del cristal. La silueta de las torres, ornamentadas con arcos sucesivos y motivos geométricos, recortaba el cielo, ya de color arrebol a causa del atardecer. Se trataba de un edificio realizado en ladrillo rojizo y compuesto de tres naves, con la central coronada por un rosetón.

Apolo fue el primero en apearse del vehículo. El dios se estiró con exageración, como si hubiésemos pasado horas en el interior allí dentro, cuando, en realidad, habían sido solo varios minutos. Salí del habitáculo y cerré la puerta despacio, sin apartar la mirada del imponente edificio.

—¿Estás bien? —cuestionó.

Su pregunta me obligó a apartar los ojos de la basílica. Apolo se revolvió el cabello con una mano, dándole un aspecto mucho más descuidado del que ya tenía, y se quitó las gafas de sol, permitiéndome ver sus ojos ambarinos.

Asentí.

—Vamos —le insté al tiempo que echaba a andar hacia el edificio—. Quiero acabar con esto cuanto antes.

Anna, la hermana del señor Sanders, se había puesto en contacto conmigo para avisarme de que el funeral por su hermano sería en ese lugar. Tras varias conversaciones con mis protectores mitológicos, acordamos que la mejor opción era venir acompañada de Apolo. Mi único objetivo era despedirme por última vez de mi mentor, pero Diane, quien seguía embarcada en la búsqueda de posibles aliados, creyó que sería una buena ocasión para tratar de localizar a las personas que trabajaban para mí en Mílo. Mis amigas querían garantizar su seguridad, ya que, al parecer, era bastante probable que medio panteón griego estuviese tratando de darles caza.

A medida que avanzábamos, no me pasó por alto el hecho de que las consecuencias de la alarma social generada por el anuncio del nuevo virus que ya asolaba a la población de Washington eran patentes. La gente había comenzado a encerrarse en sus casas, de las que solamente salían para comprar víveres de primera necesidad, por lo que las calles se encontraban prácticamente desiertas.

Al llegar a la puerta del santuario sostuve el brazo de Apolo, quien se giró sorprendido hacía mí. Su expresión de asombro se tornó en una de confusión cuando saqué una pequeña bolsa sellada de mi bolso, que contenía dos mascarillas quirúrgicas.

—¿Qué es eso? —preguntó al tiempo que tomaba la que tendí en su dirección—. ¿Tengo que ponérmelo? —volvió a cuestionar tras admirar el producto desde todos los ángulos posibles.

—Las mascarillas aún son obligatorias en los espacios cerrados —le recordé, aunque era posible que Apolo nunca hubiese usado una.

El dios inspeccionó la mascarilla como si fuese un invento del demonio para después sentenciar:

—Soy un dios. Las enfermedades humanas no me afectan. —Su voz teñida de escepticismo—. Lo sabes, ¿verdad? 

Le apremié a colocársela.

—Lo sé, pero el resto del mundo no —contesté—. Además, las leyes son para todos, así que póntela de una vez.

Finalmente accedió, no sin antes resoplar con frustración.

—Humanos... —maldijo en voz baja.

«El desprecio es mutuo», pensé.

El interior del edificio estaba pintado en tonos pastel. Las naves se encontraban diferenciadas mediante arcos de medio punto que reposaban sobre columnas con capiteles corintios en tonos dorados. Sobre las claves de los arcos se ubicaban unos apliques metálicos de los que colgaban unos farolillos con filigranas que, junto a los vanos que se abrían en la parte superior de la nave, iluminaban el interior. El único toque de color lo constituía la cúpula sobre el altar, pintada en azul y decorada con la imagen de Dios Padre en la mandorla mística, flanqueado por dos ángeles.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAOù les histoires vivent. Découvrez maintenant