«Entonces comienza una encarnizada lucha entre aqueos y troyanos»

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Homero. Ilíada. CANTO IV.



Había perdido la cuenta de las horas que habíamos pasado sentados alrededor de la mesa del comedor. Diane —o, mejor dicho, Artemisa— llevaba horas relatando cómo, según una antigua profecía de Calcante, el augur titular de los griegos durante la guerra de Troya, un miembro de una familia de ascendencia griega causaría una contienda de magnitudes insospechadas entre los integrantes del panteón olímpico.

En un primer momento, nadie tomó en cuenta tal afirmación, pero, dado el éxito de los vaticinios de Calcante durante el preludio y desarrollo de la famosa guerra, Zeus ordenó a toda su prole que tratase de identificar al causante de la nueva discordia. Aquel había sido el motivo de que mis amigas se infiltrasen en el mundo mortal por más de una década, mintiéndome en el proceso.

—¿Me estás escuchando? —preguntó Diane —. ¿Soph?

Tardé unos segundos en comprender que se dirigía a mí.

—Sí —mentí sin mucha convicción—. Te escucho. Es que es... —dudé— difícil de asimilar, la verdad. Demasiada información.

Una sonrisa tensa, que se asemejaba más a una mueca, se formó en sus labios.

—¿Estás enfadada?

La pregunta de Mel me pilló completamente desprevenida, ya que seguía tratando de asimilar todo.

¿Lo estaba?

—No lo sé —contesté con sinceridad. Mi respuesta no hizo sino acentuar el gesto de inquietud de mis amigas. Un sentimiento desconocido me invadió al darme cuenta de que toda nuestra amistad había sido una auténtica farsa—. Hay varias cosas que sigo sin entender.

—Pregunta lo que necesites, Soph —me alentó Lizzy con una sonrisa tranquilizadora.

—Tampoco creo que sea necesario... —intervino Apolo con un bufido.

Lo que ocurrió a continuación me habría sacado una sonrisa en otras circunstancias, ya que las tres mujeres, como movidas por una fuerza superior, respondieron al unísono:

—Cállate, Apolo.

No pude evitar pensar que si todo lo que me habían contado era cierto, y estaba convencida de que así era, llevaban milenios aguantando la insolencia de Apolo. No había tenido la oportunidad de conocer al dios en profundidad, pero, por lo poco que le había tratado, me parecía una auténtica proeza que ninguna le hubiese rebanado ya el cuello.

—Tú dirás... —comenzó Mel, invitándome a compartir mis dudas.

—Vuestra identidad ya la tengo clara —comenté al tiempo que alternaba la mirada entre los gemelos—. Estoy, o eso creo, en proceso de asimilarla. Pero vosotras... —Mis ojos recayeron en Mel y Lizzy, quienes estaban sentadas frente a mí—, ¿quiénes sois exactamente?

—¿Conoces historias de las Amazonas? —inquirió Lizzy.

Parpadeé, realmente sorprendida.

Mi madre era una apasionada del arte y, por consiguiente, de la mitología griega, ya que gran parte del repertorio iconográfico artístico provenía de la literatura de época clásica. Debido a ello, mi hermano y yo habíamos crecido escuchando los mitos griegos más famosos. No me consideraba una experta, pero tampoco era una desconocedora.

Las Amazonas era un pueblo conformado —y gobernado— íntegramente por mujeres guerreras, descendientes de Ares, el dios de la guerra. Según una de las muchas historias que mi madre nos había contado de niños, las Amazonas se extirpaban uno de los pechos para evitar que les entorpeciese la práctica del arco o la lanza. De hecho, y si no recordaba mal, su propio nombre significaba eso: «las que no tienen seno».

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now