Que pueda ocupar mi corazón

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Disclaimer: Los personajes utilizados aquí son propiedad de Takehiko Inoue. ¡Gracias por dibujar y escribir una historia tan hermosa!

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Que pueda ocupar mi corazón.

Antes de meterse en camisa de once varas jugando a ser un pandillero adulto tipo gángster, a Yohei le agradaba bastante su rutina diaria: empezaba levantándose alrededor de las seis y media de la mañana, luego preparando el desayuno para él, su padre, y si Hanamichi andaba por allí —que era lo más común— lo obligaba a colaborar con la cafetera o dejando la mesa lista para comer.

El resto del día se le iba entre las clases y su trabajo como cajero en una tienda de conveniencia, labor que cumplía día por medio en un sistema de turnos ideados especialmente para estudiantes de preparatoria. A diferencia de sus amigos, tenía prohibido acercarse a cualquier local de Pachinko, incluso de videojuegos o cualquier tipo de distracción. Su padre lo obligaba a cumplir una estricta ruta que solo involucraba casa, colegio y trabajo. Yohei ya estaba añorando un poco de libertad, pero como todavía se sentía culpable por haberlo preocupado, aplacaba con gran esfuerzo su espíritu de adolescente indomable y seguía esperando por algún cambio. Esa actitud no podía calificarse de errada pues realmente actuaba de buena fe; más bien, el calificativo correcto sería descaminada. Su buen fondo no alcanzaba a cubrir los enormes fallos que cometió, pero ahí estaba, aprendiendo de ellos tanto como le era posible, consciente que la vida de adulto se encontraba a la vuelta de la esquina, y era mejor equivocarse ahora que después.

Yohei tenía momentos felices a lo largo del día, pero no podía decir que fuese feliz propiamente tal. Él lo sabía, sus amigos lo sabían. Hanamichi, Ryusei, incluso su mamá y su hermana en Tokio; todos lo sabían. Y todos, a su manera, resentían verle fingir que estaba bien cuando notaban que continuaba herido por dentro, aunque él tuviese la mayor parte de culpa en esa llaga. El que estuviera comportándose como una pared de orgullo no les quitaba preocupación, más bien, solo conseguía aumentar considerablemente su inquietud por él.

Si alguien le hubiese preguntado a Yohei qué era lo que más deseaba en ese momento, habría respondido sin duda «paz mental». Su cabeza era un caos constante de pensamientos atropellados de los cuales no sacaba en limpio nada específico, y como tampoco lograba nunca apagar su cerebro, eso influía mucho en sus actuales ojeras, más marcadas que tiempo atrás, en donde se las atribuía a jugar Pachinko hasta tarde o a desvelarse conversando con Hanamichi en vez de dormir.

No se podía negar que era un buen muchacho y no actuaba con mala intención; justamente allí yacía buena parte de su confusión mental, porque si no había obrado bajo el manto del dolo o la desidia, ¿cómo era que había terminado pagando tan caro por sus acciones? Preguntas como aquella lo perseguían de forma constante, dormido y despierto. Yohei las ignoraba todo lo posible, pero desoír a tu propio cerebro nunca tiene buenos resultados, pues este actúa con vida propia y puede saltear cualquier barrera que le impongas y hacerse escuchar cuando menos lo esperas.

Para distraerse, Yohei se dedicaba a ver películas de acción en el viejo y confiable reproductor de videos, leer mangas del género shonen, jugar con la Súper Famicom (dentro de casa no estaba prohibido), y molestar hasta el cansancio a sus amigos, aunque uno de sus deberes principales, y fuente tanto de risas como de diversión —también mucho fastidio, hay que decirlo— seguía siendo sacar a Sakuragi de los problemas en que se metía cada dos por tres. Apenas lo descuidaba un poco, o desviaba su atención, el pelirrojo corría hacia las señales de peligro como un poseso y terminaba metiendo la pata de formas inimaginables, razón por la cual Yohei se convirtió en un experto en agachar la cabeza y disculparse a nombre de su torpe amigo. No le molestaba ni le reportaba dificultad alguna; con los años, se había acostumbrado a ello. Pero había algo más, y es que la venganza de Yohei por todas esas disculpas consistía en burlarse constantemente de Hanamichi en compañía del Ejército. Días, semanas, burlándose de él. El pelirrojo perdía la paciencia muy rápido y terminaba emprendiéndola a cabezazos contra medio mundo, hecho que jamás minaba los ánimos de sus cuatro seguidores.

Melodía de inviernoWhere stories live. Discover now