1. La resurrección de las sombras

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La joven Sybill nunca se había dado por vencida

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La joven Sybill nunca se había dado por vencida. Durante una decena de años buscó incansablemente lo que ahora creía haber encontrado. Su esfuerzo era al fin recompensado. La oscura cueva que tenía ante ella se mostraba como un preciado premio.
Una plomiza penumbra le dificultaba saber qué había a su alrededor en esa cueva. Lo mismo podía golpearse contra un muro que precipitarse en un profundo abismo, por lo que Sybill caminaba con precaución.
Sus pasos despertaban ecos en las profundas tinieblas, pero no se trataba del único sonido que escuchaba. Podía oír el profundo clamor de las entrañas de la tierra como un ronco palpitar, el casi inaudible silbido de los murciélagos que la estudiaban desde las alturas y el correteo de ratas e insectos bajo el suelo que pisaba. Creía encontrarse sola y sin embargo no lo estaba.
El camino se bifurcaba a derecha e izquierda, por lo que Sybill tuvo que detenerse en cuantiosas ocasiones para elegir por dónde ir, aunque más tarde se dio cuenta de que todos los caminos conducían al mismo lugar. El siniestro templo que había en el interior de la cueva era el único lugar posible al que llegar y todo aquel que se adentraba en la gruta acababa por descubrirlo.
El gigantesco edificio estaba rodeado por un profundo foso del que no podía apreciarse el fondo. Tan solo un quebradizo e inestable puente cruzaba aquel abismo y daba acceso a la puerta del templo. Sybill lo cruzó conteniendo el aliento y llegó al otro extremo fatigada y temblorosa. No era precisamente alguien de un carácter fuerte y valiente sino todo lo contrario, pero sin duda se consideraba muy tenaz y aquella tenacidad era la responsable de todos sus logros. No por nada llevaba diez largos años buscando a su amo; el nigromante Dragnark, sin rendirse, sin titubear ante los peligros que hubo de afrontar y sin desanimarse en absoluto y por fin había logrado encontrarlo.
Por lo menos creía haberlo hecho.
Dragnark el nigromante había muerto una década atrás. Su enfrentamiento con el mortífero dragón rojo que Sheila había invocado tuvo terribles consecuencias para él. Claro que había cosas mucho peores que la misma muerte. Dragnark no estaba, lo que se dice, muerto del todo. Su espíritu había sido esclavizado por el alma de un dragón. El mismo dragón que él había invocado. Ahora vagaba en un limbo de dolor y oscuridad del que era incapaz de escapar, no sin ayuda. Para eso Sybill había acudido allí, para liberar a su amo y traerle de nuevo al mundo de los vivos. Y eso mismo era lo que se disponía a hacer.
Sybill se detuvo ante la maciza puerta de madera cubierta de esotéricas inscripciones y se maravilló ante la increíble laboriosidad de sus grabados y de los cientos de dibujos que la cubrían por completo. Había aprendido el idioma de la magia en aquellos años de búsqueda y logró averiguar el significado de esas inscripciones. Según pudo leer se encontraba ante las puertas del templo de Akheros, el dios de la magia oscura y se le advertía de lo peligroso que podía llegar a ser traspasar ese umbral. Tan solo los iniciados en ese tipo de magia tenían la potestad de cruzar esa puerta, cualquier persona que se aventurase allí sin ser un miembro de la orden corría el peligro de enfurecer a un dios y todo el mundo conocía cómo se las gastaban los dioses con los despreocupados mortales que infringían sus normas.
Sybill no se amedrentó. Ella era, sin duda, una iniciada, por lo que estaba completamente a salvo. Su amo y maestro la había ayudado a adentrarse en el intrincado camino de la magia oscura. De su mano había explorado esa sabiduría, maravillándose ante lo que iba descubriendo por el camino.
Sybill nunca hubiera esperado aquello de Dragnark, no después de que él averiguase que le había traicionado ayudando a su joven sobrina, Sheila, a escapar de su cautiverio. Dragnark no la castigó por ello, sino todo lo contrario. Reconoció ante ella haberse portado indignamente, le pidió perdón por sus abusos y torpezas y le imploró que no le abandonase, aun cuando ella tenía sobrados motivos para hacerlo. La joven creyó en las palabras del nigromante, aunque fuese algo que nunca hubiera esperado oír y decidió servir a su amo hasta la muerte. Se entregó a él, en cuerpo y alma y engendró a su hijo. Desgraciadamente el niño había nacido muerto y ambos lo lamentaron. Sybill nunca había visto a Dragnark tan desconsolado como entonces. La pérdida de su primogénito le había afectado mucho más de lo que dio a entender. Dragnark superó la etapa del duelo junto a ella, haciéndole sentirse querida y valorada y fue por eso que tras la muerte del nigromante juró traerle de vuelta al mundo de los vivos.
Ahora estaba a punto de lograrlo.
La fuerza bruta no bastaba para abrir esa puerta. La magia sí y Sybill conocía el hechizo necesario que la ocasión requería. Pronunció las palabras del encantamiento en voz alta y firme y una extraña luz verdosa recorrió el intrincado laberinto de símbolos grabados sobre la superficie de la puerta. Un momento después esta se abrió con un largo gemido.
Sybil cruzó el umbral asombrada por lo que veía. El templo era realmente magnífico. Sus paredes estaban cubiertas de tapices muy antiguos. Sus suelos eran de mármol oscuro y tan pulido que reflejaba como un espejo las luminarias que habían surgido de las paredes. Unas antorchas mágicas cuyas luces brillaban ahora a su paso después de mucho tiempo dormidas.
Sybill cruzó la antesala hasta llegar a una espaciosa sala en cuyo centro se levantaba una figura tallada en piedra oscura y tan pulida como el mismo suelo. La efigie del dios Akheros, el portador de la oscuridad, sujetando un bastón y con el rostro cubierto por una aterradora máscara.
Un ser formidable aguardaba a Sybill a los pies de la colosal estatua. Su sola presencia heló la sangre en las venas de la joven. Sus ojos incandescentes se clavaron en los suyos y sus poderosas mandíbulas se abrieron dibujando una extraña sonrisa.
-Debes ser muy valiente para venir hasta aquí -dijo el dragón con voz grave y profunda-, o muy inconsciente.
-Puedo ser ambas cosas -dijo Sybill, recuperando la compostura. Ni siquiera la presencia de un dragón la obligaría a apartarse de su objetivo.
-Extraña respuesta. ¿Quién eres y qué quieres?
-No soy nadie y busco a mi maestro -contestó la joven con frialdad.
-¿Buscas al loco del nigromante? Has de saber que él ya no existe. Ahora forma parte de la legión de esclavos de mi señor Akheros.
-Eso no es cierto.
-¿Acaso dudas de mí? -Las fauces del dragón se abrieron mostrando sus afilados colmillos.
-Sé que aún vive, por lo tanto no dices la verdad.
-Podría devorarte ahora mismo por tu insolencia.
-Podrías hacerlo -reconoció Sybill-, pero no lo harás.
-¿Por qué supones que no lo haré?
-Porque mi amo no te dejaría hacerlo.
-El nigromante no existe. Ya te lo he dicho... -los ojos iracundos del dragón se clavaron en ella, mientras se preguntaba cómo era posible que esa humana no tuviera miedo de él.
Sybill no dijo nada más, tan solo sacó un pequeño objeto de uno de los bolsillos de su túnica y lo dejó en el suelo frente al dragón. Este no supo de qué se trataba en un principio, aunque después sí que lo reconoció.
-¡Aparta eso de mí! -Gritó el dragón. La mágica gema que antaño había pertenecido a Dragnark, engarzada en un anillo de oro, comenzó a emitir una pulsante luminosidad púrpura que hizo encolerizarse al dragón, al mismo tiempo que lo aterrorizaba.
-No -contestó Sybill-. No lo haré.

El secreto del dragón. (terminada)Where stories live. Discover now