2. El enjambre

65 9 0
                                    

El sol ya declinaba, a punto de esconderse tras las cimas del macizo montañoso de Surkall en el oeste, mientras desde la torre más alta de la ciudad de Khorassym, oteaba el paisaje

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.

El sol ya declinaba, a punto de esconderse tras las cimas del macizo montañoso de Surkall en el oeste, mientras desde la torre más alta de la ciudad de Khorassym, oteaba el paisaje. El bullicio de los ejércitos enemigos, a mis pies, era tal que podía compararse con la animación que siempre había en el mercado. El sonido de los cuernos en lontananza, el griterío de los soldados y el clamor de las armas y de las bestias invadió mi corazón como un mal presagio.
—¿Creéis que van a atacarnos? —Preguntó el rey Durham, que se encontraba a mi lado.
—¿Qué otra cosa podría significar si no?
—Tenéis razón, maestro Sargon. Miles de veces he visto y sentido esa misma agitación en mí y en mis hombres, antes de una batalla.
—Lo que no entiendo es por qué han aguardado tanto.
—Algo debe de haber sucedido —razonó el rey—. Algo que quizá nos favorezca. De todas formas estoy impaciente por presentar batalla. Esta calma estaba destrozando mis nervios.
—¿Creéis que tengamos alguna oportunidad? —Pregunté, algo descorazonado.
—Esperando a que la muerte nos llegue por hambre o por sed no tendríamos ninguna esperanza. Ahora se nos presenta una oportunidad de sobrevivir.
Unos gritos atrajeron nuestra atención. Uno de los capitanes llegó hasta nosotros blandiendo un pesado catalejo que entregó al rey Durham.
—Majestad, observad vos mismo. Allí, hacia donde se pone el sol.
Miré en la dirección que el capitán de la guardia nos indicaba y no pude ver más que una extraña nube que oscurecía el sol, claro que mi vista ya no era la de antes.
—¿Veis algo, Majestad?
—Observarlo vos mismo, maestro Sargon —dijo el rey, entregándome el catalejo. Lo alcé con esfuerzo, pues era bastante pesado y enfoqué hacia el lugar donde se encontraba aquella nube tan peculiar. Lo que vi, heló la sangre en mis venas.
—No parecen ser aves —dije.
—No, no lo son. Me temo que son algo mucho más peligroso. Son dragones.
Era cierto. Al observar aquel singular fenómeno de nuevo, me di cuenta de que el rey llevaba razón. Eran dragones, más no se parecían en nada a los que yo conocía.
—¡Crías de dragones! Pero, ¿cómo es posible?
—No lo sé —dijo el rey Durham—. Pero debemos alertar a todo el mundo...
Un minuto después sonaba la alarma, alertando a toda la población.
La nube de dragones se encontraba mucho más cerca que la última vez que miré y crecía a gran velocidad.
—Los tendremos encima en unos minutos —dije y vi el pánico en los rostros de aquellos que estaban junto a mí. Acthea, que estaba a mi lado, palideció.
—Me gustaría que Aidam estuviera aquí y Shyrim y... Todos los demás...  —dijo—. También Milay.
—Estarán bien —dije, y en cierto modo así lo creía. Imaginaba que también tendrían sus propios problemas, pero eran muy capaces de superarlos o eso esperaba yo—. Volveremos a estar juntos dentro de poco y...
—No es necesario que me mientas, Sargon. Me doy cuenta de lo que intentas —replicó Acthea y yo sonreí.
—En todo caso me miento a mí mismo. Estoy preocupado, para qué negarlo. Ha transcurrido un mes y no tenemos noticias de ninguno. No sé si Aidam y los otros habrán logrado su objetivo, ni lo que harán cuando regresen y vean la ciudad sitiada y... Me muero de incertidumbre al pensar que Milay no lograse burlar el cerco y fuese apresada por el enemigo... En realidad estoy muerto de miedo, pero no quería que tú...
—Yo también tengo miedo, Sargon, sin embargo obviar lo que sucede no sirve de nada.
Tomé a Acthea del brazo y la hice acompañarme.
—Hemos de buscar refugio —expliqué—. Si llegase a sucederte algo, Aidam me mataría.
—Nos mataría a los dos —contestó Acthea con una sonrisa.
Llegamos a los subterráneos de la ciudad de Khorassym unos minutos después y nos detuvimos ante la aglomeración de gente que allí aguardaba para ponerse a salvo. No lograríamos bajar a los túneles antes de que esos dragones llegasen.
—Tengo una idea —dije—. Ven, sígueme.

Aidam vio acercarse aquel enjambre de seres alados desde la cima de una colina, junto al lugar donde habían decidido acampar y supo que Khorassym se hallaba ante un inminente peligro.
—Sobrepasarán las defensas de la ciudad y cundirá el pánico —dijo.
Llevaban acampados en el bosque, lejos del ejército enemigo, desde que llegasen el día anterior y comprobaran que les iba a resultar muy difícil entrar en la ciudad.
—¿Qué podemos hacer? —Preguntó Sheila y Aidam se encogió de hombros.
—No está en nuestras manos ayudarles. Debemos pensar en la forma de atravesar ese cerco...
La nube de dragones sobrevoló en ese momento las altas murallas de la ciudad y se escucharon los primeros gritos de terror. Los arqueros, desde las almenas, no daban abasto, mientas disparaban sus flechas contra aquellos pequeños engendros voladores que se abatían sobre ellos. A pesar de su escaso tamaño, aquellas bestias eran igual de crueles que sus hermanos mayores. Sus cuerpos, de menor envergadura, les permitían ser mucho más veloces, pero sus afiladas garras y sus dientes eran igual de letales que las de los adultos. La carnicería no había hecho más que empezar.
Un soldado fue sorprendido por la espalda por uno de aquellos dragones y le escucharon gritar de dolor, mientras la bestia lo despedazaba a mordiscos. Otro recibió un impacto tan fuerte que fue arrojado al vacío y un tercero era alzado por las garras de uno de esos monstruos, para después soltarlo desde lo alto. Su cuerpo rebotó contra la muralla y se precipitó hasta el suelo, con un grito de horror.
—¿Qué son esos bichos? —Preguntó Shirym, que una vez más había desobedecido a su padre y les había seguido hasta la cima de la colina.
—Son dragones, Shyrim, pero tú no deberías estar aquí, te dije que aguardases junto a los demás.
—Allí no hay nada que hacer... —protestó ella—. ¿No deberíamos ayudarles?
—No hay nada que podamos hacer, Shyrim —dijo su padre.
—¿Y qué me dices de tu magia, Sheila? Thanassos dijo que no la habías perdido...
—Eso dijo, pero no sé cómo hacer para que acuda de nuevo a mí.
—Deberías comenzar por un hechizo sencillo —dijo la niña—. Prueba a mover esa piedra de ahí.
—Mover una piedra no serviría de nada, Shyrim —replicó Aidam.
—No, pero si consigue mover una, tal vez entonces pueda mover un centenar y quizá sí que sirva de algo. Podría apedrearlos desde aquí.
—Lleva razón, Sheila —tuvo que reconocer Aidam—. Pero no arrojándoles piedras, sino con algo mucho más contundente.
—¿Algo como qué? —Preguntó mi hija.
—¿Qué te parecería incinerarles?
—No creo ser capaz, Aidam... Yo... No estoy preparada.
—Lo sé, Sheila. No te preocupes. Solo era una idea.
Sheila se sintió muy mal por no poder ayudar de forma alguna. Su magia parecía haber desaparecido y no conocía la forma de hacerla regresar.
—Busquemos una forma de entrar en la ciudad —dijo—. Así tal vez podríamos ser de utilidad.
—Sé que hay algunos túneles por los que podríamos entrar en Khorassym, pero por desgracia no conozco la ubicación de ninguno de ellos. Tal vez Dragnark conozca alguno, pero odiaría tener que pedir su ayuda.
—Podría pedírselo yo —dijo la niña—. Así podría hacer algo útil.
—No quiero que te acerques a él. No es nuestro amigo, Shyrim...
—Sí, lo sé. Sin embargo es el más astuto de todos nosotros, ¿no? Y seguro que conoce alguno de esos túneles por los que podríamos volver a casa. Mamá debe estar muerta de miedo allí sola, ¿verdad, papá?
Aquello era un golpe bajo y Shyrim era consciente de ello, tanto como lo era Aidam y Sheila.
—Inténtalo —dijo su padre—. Aunque lo más seguro es que se niegue a ayudarnos. Sabe lo que le espera cuando entremos en la ciudad.
—Quizá te equivoques.

Shyrim se sentó frente al viejo nigromante y le saludó. Dragnark alzó la vista, pero no dijo nada, pues aún seguía amordazado.
—Te quitaré esto —dijo la niña, soltando su mordaza—, para que podamos hablar.
—¿Qué quieres? —Preguntó Dragnark.
—Necesitamos tu ayuda. Queremos entrar en la ciudad y no sabemos cómo hacerlo.
—¿Por qué crees que os ayudaría?
—Porque estás en deuda conmigo. Yo siempre te traté bien, Ashmon.
—Sí, eso es cierto y yo intenté matarte.
—No fuiste tú, fue ese diabólico dragón... Estabas bajo su hechizo.
—No soy buena persona, Shyrim. A ese dragón lo invoqué yo y después él apresó mi alma. Nada hubiera sucedido de no desear el poder...
—Ahora puedes tratar de cambiar. Ayúdanos...
Dragnark miró a la niña y por una décima de segundo sintió piedad por ella. Más luego su frialdad volvió a surgir tan áspera como la piedra.
—Vete y no me molestes más, niña. Si volviera a darse la ocasión haría de nuevo lo mismo que la vez anterior. Te mataría sin pestañear siquiera... ¡Vete de una vez!

El secreto del dragón. (terminada)Where stories live. Discover now