26. EL principio del fin

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No teníamos salida

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No teníamos salida. Nuestro fin se acercaba con rapidez, mientras los orcos alcanzaban el túnel en el que nos encontrabamos. Sus gruñidos nos llenaron de pavor y nos apretamos contra una de las paredes, como si así pudiéramos ocultarnos de aquella horda.
—Tenemos que actuar al mismo tiempo, Sargon —dijo mi hermano Ashmon, manteniéndose a mi lado—. Juntos podremos derrotarlos.
—Estoy preparado —dije y las palabras de un hechizo destructivo aparecieron en mi mente.
—¡Juntos! —Gritó Ashmon, para hacerse oír en aquella cacofonia de gritos y aullidos.
Alcé mis manos dispuesto a incinerar a aquellos seres y vi que Ashmon hacía lo mismo.
—Siempre deseé combatir junto a ti, hermano y no en tu contra—me dijo y me sentí alagado. Era la primera vez que él y yo combatimos en el mismo bando y era un orgullo para mí tenerle a mi lado.
—Pienso lo mismo —contesté—. ¡Hagámoslo!
Una de las peculiaridades que tenía la magia era que si dos magos compartían un mismo hechizo, este se amplificaba de una forma exponencial. Su poder, combinado con el mío, podía resultar devastador.
Hice un gesto en dirección a los jóvenes, para que se apartasen y entonces pronuncié el hechizo. Ashmon me imitó y el fuego que surgió de nuestras manos avanzó por el estrecho túnel incinerando cuanto encontraba. El fuego mágico no era igual al fuego de una hoguera, sino más parecido al que provoca un líquido inflamable, por lo que se extendió por el túnel, saltando de una bestia a otra como si tuviera vida propia.
Al cabo de unos segundos no quedaba ningún orco con vida. Sus cuerpos carbonizados se retorcían mientras el fuego los consumía.
—¡Lo hicimos! —Exclamó Ashmon, satisfecho.
—Así parece —dije yo y por primera vez en muchos años le dedique una cálida sonrisa a mi hermano.
—Siempre te envidié, Sargon —dijo Ashmon, sincerándose conmigo—. También llegué a odiarte, pero ahora creo que solo queda en mí mi admiración.
—Yo también te envidiaba a ti, Ashmon —reconocí—. Tenías una familia y parecías feliz. No entiendo qué te pasó.
—Me volví loco. No tienes ni idea de lo que me sucedió el día que encontré la gema que me otorga todo mi poder. No puedes hacerte una idea de lo que luché para imponerme a ella, sin conseguirlo. Me derrotó, Sargon y llenó mi mente de ideas que no eran mías.
—Te entiendo, yo también tuve que pelear y tampoco vencí.
—No, no creo que llegues a entenderlo. Tú no tuviste que enfrentarte con Khryssand, el dragón negro. Su poder es tan inmenso que puede destrozar tu mente con una sola palabra.
—Aún te controla, ¿verdad? —Le pregunté a mi hermano. Esperaba que se sincerase conmigo.
—Así es, aunque llevo un tiempo sin sentir su presencia. Sé que aguarda oculto en algún lugar, al acecho.
—¿Cómo puedo ayudarte, Ashmon?
—No puedes hacer nada, hermano. Nadie es rival para el dragón negro.
—Sé de alguien que sí lo es.
—¿Te refieres a Sheila? —Sheila había derrotado al dragón negro, transformándose también ella en un dragón—. Quizá antes, pero no ahora. Todavía no ha recuperado su poder.
—Y sin embargo, sabes tan bien como yo que lo hará —dije.
—Sí, la profecía ha de cumplirse, ¿no es así?
—Así es. Se cumplirá. Tanto si nos gusta como si no.


Aidam no podía creer lo que estaba viendo. Docenas de celdas, sino cientos, se extendían por aquel interminable corredor, albergando a un buen número de prisioneros.
—No dijiste que fueran tantos.
—Aldeas de los alrededores ser destruidas y sus gentes esclavizadas. Traer todos aquí —explicó Kyulr.
—Todas menos la vuestra —musitó Aidam—. ¿Me pregunto por qué?
—Nosotros ser más listos que ellos. Escondernos bien.
A Aidam no le cuadraba aquella explicación. Desde un principio sospechó de la amabilidad con que la tribu les había acogido, pero se dijo a sí mismo que no era más que una paranoia. No todo el mundo estaba aliado con el enemigo, ¿no era así?
—Vosotros liberar prisioneros. Yo vigilar pasillo. Guardias hacer ronda por aquí —Kyulr se disponía a marcharse cuando Aidam le agarró del brazo.
—No tan deprisa, amiguito. Nos has traído hasta aquí sin tropezarnos con un solo guardia, has abierto puertas y rejas con una facilidad pasmosa y pareces conocer este laberinto como la palma de tu mano. ¿Qué nos ocultas?
—No ocultar nada... —respondió el reptiliano, poniéndose a la defensiva—. Tú estar loco...
—He sido un loco por confiar en vosotros —dijo Aidam, desenvainando su espada—. ¿Dónde están? ¿Por qué aún no nos han apresado?
Kyulr trató de soltarse del apretón de Aidam, pero este no cedió.
—¡Nos habéis vendido! ¿verdad?
—¡No saber lo que tú decir!
Un ruido sorprendió a Aidam, lo que hizo que se volviera para saber de qué se trataba. En ese instante Kyulr le atacó con un cuchillo que había aparecido en su mano. El arma impactó en la coraza de Aidam, haciendo que se desviase e hiriéndole en el cuello. Aidam no lo pensó un segundo. Alzó su espada y la incrustó en el cráneo del reptiliano. Este se desplomó como una piedra.
Sheila le observaba tan absorta que fue incapaz de reaccionar
—¡Sheila, Hugh! ¡Hemos de irnos! —Gritó Aidam, pero una risa espectral le detuvo.
La extraña risa provenía de una de las celdas, una cuya puerta estaba abierta.
—Os habéis metido de cabeza en una trampa —dijo una voz grave y gutural—. Por voluntad propia y sin pensarlo siquiera. No sé si admirar vuestro valor o sonreir ante vuestra inconsciencia.
Del interior de la celda surgió un gigantesco orco. Su piel, correosa, estaba tatuada con un intrincado laberinto de marcas e inscripciones. Vestía una armadura de combate, de un reluciente acero negro y cubría su rostro con un casco astado, dejando tan solo a la vista la parte inferior de su rostro y sus brillantes ojos rojos.
—¿Estáis preparados para morir?... Mi señor Akheronte ha decretado vuestra muerte y yo, Ghorgass, seré vuestro verdugo. Me deleitaré con ello, sobre todo con la muerte de ese traidor semiorco.
Aidam no se acobardó, notó a su lado a Sheila y a Hugh y eso le dio aún más fuerza.
—Tu señor Akheronte tendrá que recoger tus pedazos cuando haya acabado contigo.
Ghorgass volvió a reírse a carcajadas. A su espalda aparecieron un centenar de orcos, sino más, que parecían ansiosos por derramar su sangre.
—No intervinais en la lucha —les dijo Aidam a sus dos compañeros—. Si el orco cae, es muy posible que los otros se retiren.
—¿Y si no lo hacen? —Preguntó Hugh.
Aidam se encogió de hombros.
—Cuando hayáis acabado conmigo, tendréis que enfrentaros a mis hermanos —dijo el orco—. Nunca saldréis con vida de estos túneles.
Ghorgass desenvainó una espada, tan grande y pesada, que muy pocos hubieran podido alzar.
—Claro que antes has de matarme a mí y eso no va a resultarte fácil.
El orco avanzó a la carrera, mientras levantaba la espada con una sola mano y atacaba a Aidam. Este logró esquivar el ataque con agilidad, interponiendo su propia espada, pero Ghorgass se giró de repente y golpeó a Aidam en el rostro con el puño. El impacto fue demoledor y el guerrero voló por los aires para estrellarse contra una de las paredes.
Aidam se levantó en el acto. Su rostro sangraba por una ceja partida, pero no hizo caso al dolor, ni a la sangre que nublaba su visión.
Su espada cortó el aire y golpeó en la coraza del gigante, pero no logró atravesarla. El material con el que estaba fabricada la armadura era duro y flexible a la vez. Un material desconocido para Aidam.
—No podrás vencerme, hombrecito —se burló el orco—. Muchos lo intentaron, más ninguno lo consiguió.
—Hablas muy bien mi lengua para no ser más que una descerebrada bestia de carga —contraatacó Aidam—. ¿Enseñó su amo a hablar a su mascota?
—Puedes reirte lo que quieras, guerrero. Ahora morirás.
Ghorgass atacó de nuevo, haciendo girar su espada sobre su cabeza y descargando un golpe demoledor. Aidam consiguió apartarse a tiempo con una ágil voltereta y también atacó. El filo de su espada hirió al orco en una de sus piernas y el gigante rugió de dolor.
—Lástima que Akheronte no te enseñase también a pelear.
Ghorgass nunca había estado tan furioso en toda su vida, aquel alfeñique había conseguido herirle y lo lamentaría.
El orco blandió su espada y lanzó un tajo. Aidam no tuvo esta vez la suerte o los reflejos de esquivar el ataque y el arma abrió un surco en su cadera. El dolor fue brutal, pero Aidam, apretando los dientes, lo soportó.
—Akheronte me enseñó muchas cosas, como que la vida de un humano no vale nada —Gritó Ghorgass, envalentonado.
—La mía, sí —bramó el guerrero.
Aidam arrojó su espada contra el orco y este, al no esperarselo, rompió su defensa, tratando de esquivarla. La treta había dado resultado y nuestro amigo lo aprovechó. De un salto Aidam llegó junto a Ghorgass y golpeó al gigante en la garganta con todas sus fuerzas. El orco se tambaleó, pero sin derrumbarse. Su casco había salido disparado con el impacto y golpeó el suelo con un sonido metálico. Ghorgass pareció recuperarse un segundo después y una de sus enormes manazas apresó el brazo de Aidam.
—No me lo explico, siempre me ha funcionado—dijo este último, extrañado.
—Conmigo no, humano —gruñó el orco.
Aidam volvió a golpear a Ghorgass con todas sus fuerzas sin resultado alguno. Viendo que su fuerza era muy superior a la suya, el guerrero se agachó y recogió algo del suelo. En ese momento el orco le alzaba en volandas.
Sheila, viendo a su amigo en peligro, hizo intención de ir en su ayuda, pero Hugh se lo impidió.
—Aún no está vencido —dijo el semiorco. Creía conocer a Aidam muy bien.
Mientras tanto Aidam se debatía en el aire, viendo acercarse la muerte. Su enemigo iba despedazarle en cuestión de segundos si no hacía nada por remediarlo. El orco cerró el puño de su mano libre y lo alzó a la altura del rostro de Aidam. Una sonrisa se dibujó en su rostro de pesadilla.
—¿De qué demonios te ríes? —Le preguntó Aidam. Con un certero golpe, nuestro amigo golpeó en el rostro del orco con el objeto que antes tuvo el acierto de coger.
Un grito desgarrador se dejó oír en el túnel al que siguió el estertor de la muerte. Ghorgass se derrumbó al fin y ya no volvió a levantarse. Uno de los cuernos de su casco astado había penetrado por el ojo del orco hasta su cerebro. Su muerte fue instantánea.

El secreto del dragón. (terminada)Where stories live. Discover now