20. Un ataque sorpresa

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La cena se sirvió en el jardín, donde habíamos dispuesto varias mesas y sillas para los comensales, bajo la luz de unos alegres faroles y el frío y bello palpitar de las estrellas en la bóveda celeste

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La cena se sirvió en el jardín, donde habíamos dispuesto varias mesas y sillas para los comensales, bajo la luz de unos alegres faroles y el frío y bello palpitar de las estrellas en la bóveda celeste.
Shyrim se sentía agasajada por el recibimiento que recibía de buena parte de la alta sociedad de Khorassym. El rey Durham alabó su belleza, mientras que su prometida, la joven lady Russell, abrazó a la niña en una muestra de cariño.
—Me hubiera gustado ser como tú —dijo la futura reina de Kharos—, una luchadora, pero mis obligaciones son otras.
—Vos seréis reina, Majestad —respondió Shyrim —. ¿A qué más puede aspirar una joven?
—Quizá a ser tan libre como tú.
Shyrim no llegó a comprender el alcance de las palabras que había pronunciado lady Russell, pero tampoco tuvo tiempo de hacerlo, porque un jovencito, elegantemente vestido con pantalón y casaca blanca, se acercó hasta ella para rogarle un baile.
—Estás muy guapo, Rourca—dijo Shyrim, sintiéndose alagada por la petición.
—Tú sí que estás preciosa —respondió el chico, visiblemente trastornado.
La jovencita llevaba un vestido de seda de color blanco, con un amplio escote que dejaba desnudos sus hombros y que caía hasta el suelo. Su cabello estaba recogido en dos trenzas anudadas en la coronilla y sujetas por una plateada diadema adornada por una pléyade de brillantes gemas.
—Te he echado de menos —dijo Rourca—. Estabas tan ocupada que no tuve valor para molestarte.
—Tu presencia nunca me molesta, Rourca. Yo también te he echado de menos. Por cierto, acepto ese baile.
—¿De veras?—Se sorprendió el muchacho. Había imaginado que su amiga estaría muy solicitada, con tantos apuestos jóvenes de poderosas familias pululando a su alrededor.
—¡Claro que sí! —Sonrió Shyrim—. Estaba esperando que me lo pidieras. No tengo intención de bailar con ningún otro.
Shyrim tomó de la mano a Rourca y tiró de él hasta la pista de baile. Un rincón del jardín, agradablemente perfumado por un magnolio en flor e iluminado por una docena de faroles de papel que colgaban de los abedules.
Otras parejas también bailaban, al son de una tranquila y sosegada melodía que interpretaba una pequeña orquesta.
Rourca tomó a Shyrim por la cintura y sintió palpitar su corazón cuando ella se acercó tanto hasta él, que pudo oler su perfume.
—¡Felicidades! —Dijo Rourca, susurrando en su oído.
—Gracias —respondió ella, con una risa cantarina.
Bailaron, abrazados, hasta que la música cesó y Shyrim fue requerida para soplar las velas de una enorme tarta, como mandaba la tradición.
Rourca se situó a su lado, pues ella en ningún momento había soltado su mano, después la jovencita sopló con fuerza y apagó de un soplido todas las velas. El aplauso fue unánime y los vítores y las risas se elevaron hacia el sereno cielo.
—Ahora es el momento de abrir los regalos —dijo Aidam, mientras le entregaba a su hija un paquete alargado envuelto en tela y adornado con un vistoso lazo.
—Gracias, papá —sonrió Shyrim, abrazando a su padre—. Y a ti también, mamá.
Acthea estaba radiante, vestida completamente de verde esmeralda, con un vestido que no llegaba a ocultar su embarazo, pero que le sentaba muy bien.
—Esperamos que te guste —dijo su madre—. Aunque no es lo típico que se suele regalar a una joven en su quinceavo cumpleaños.
—Le gustará —sonrió cómplice Aidam.
Shyrim se dispuso a abrir el paquete, cuando un lejano tumulto llamó su atención. Alguien había gritado y otro grito siguió al primero.
Me acerqué hasta Aidam y le tomé del brazo.
—¿Qué sucede? —Pregunté.
—Tal vez alguien que ha bebido más de la cuenta —dijo mi amigo, pero no se trataba de eso.
Alarmados vimos correr a varias personas en distintas direcciones, cuando algo salió del bosque que rodeaba la hacienda de Aidam y se colaba en el jardín. Se trataba de unos seres de un tamaño descomunal y fuertemente armados.
Aidam hizo intención de desenfundar su espada, pero de pronto recordó que no la llevaba. Estaba en una fiesta y no tenía necesidad de ella.
—¡Soldados Khepar! —Exclamó Runa, helando la sangre en mis venas. La guardia de Akheronte, aquí, en Khorassym.
Dos de aquellos guerreros irrumpieron en la pista de baile, asesinando a los que aún bailaban en ella. Sus movimientos eran precisos y letales. No llevaban armas, tal y como en un principio pensé, pues sus afiladas garras eran tan efectivas como las mejores espadas.
El pánico cundió. La escolta del rey Durham rodeó a este y a su prometida en el acto, desenvainando sus espadas y alzando sus picas, mientras formaban un escudo alrededor de la pareja y procedían a guiarlo hasta la salida, desentendiéndose de los demás.
Aidam, pasado el momento de estupor, echó a correr en dirección a la casa, para encontrar un arma con la que defenderse. Yo por mi parte busqué al resto de mis amigos para llevarles a un lugar seguro. Milay, Sheila y Blumth, estaban junto a mí, pero Acthea, Shyrim, Rourca y Kyrley, la hija de Blumth, se habían refugiado junto a las mesas donde se sirvió la cena, volcando una de ellas y  parapetándose detrás. Un grupo de soldados Khepar les vio y avanzaron hacia ellos, separándose de los demás asaltantes.
Runa apareció de repente, portando una espada y llegó junto a mí. Señalé hacia donde Acthea y los demás se ocultaban y le dije a Runa que fuera en su ayuda. Ella no lo pensó dos veces. Corrió en dirección a los hombres-insecto y arremetió contra ellos.
En ese momento vi regresar a Aidam. Traía un hacha que había encontrado en el jardín, sobre una pila de madera para la chimenea.
—Poneros a salvo, amigos —dijo el guerrero—. Yo me encargaré de ellos.
—Te ayudaremos —dijo Milay—. Yo no necesito armas.
—Ni yo tampoco—. Repliqué—. Tengo mi magia.
Sheila hizo un gesto para indicarnos que estaba con nosotros, aunque ella no poseía ningún arma y su magia seguía siendo muy escasa.
Blumth tampoco se acobardó, cogió una de las sillas volcadas y arrancó una de sus patas para usarla a modo de maza.
—Voy con vosotros —dijo el enano—. Mi hija está en peligro.
Juntos corrimos hacia donde se encontraban los hombres-insecto, que luchaban con ferocidad contra Runa. Esta había logrado matar a uno de ellos, pero aún quedaban otros cinco que la acosaban. La lucha era desesperada, pues aunque Runa era una experta luchadora, ellos eran demasiados para que pudiera contenerles.
Aidam llegó el primero y haciendo girar el hacha, golpeó a uno de los Khepar en su acorazada espalda. El caparazón con el que el monstruo se cubría absorbió el golpe y Aidam sintió rebotar el hacha, mientras escapaba de sus manos.
El Khepar se revolvió furioso y asestó a Aidam un terrible golpe en su pecho con su poderosa cola.
Aidam cayó al suelo despatarrado, pero se levantó de inmediato, dolorido, pero ileso, después recogió de nuevo el hacha.
—El pecho y la cabeza son sus puntos débiles —gritó Runa, mientras lanzaba una estocada que perforaba el pecho de uno de los monstruos, este se retorció con varios espasmos, antes de caer muerto.
Aidam esquivó por escasos centímetros la cola de su enemigo, armada con un venenoso aguijón y dejó caer su hacha con un ágil golpe. La cola cayó al suelo seccionada mientras un grito de dolor salía de las fauces de la bestia.
Dos de aquellos guerreros se volvieron entonces hacia Aidam, mientras que el Khepar herido también arremetía contra él. En un momento se vio en serios apuros, luchando contra tres de aquellos seres.
Milay apareció de improviso junto a Aidam, saltando y esquivando los ataques de los Khepar con una agilidad envidiable. Sus garras dejaban surcos sobre la piel acorazada de los hombres-insecto, por las que manaba una viscosa sangre de color azul.
—¡Cuidado con los aguijones! —Gritó Aidam y Milay asintió con un gesto. Ella ya se había dado cuenta del peligro.
Sheila se detuvo un instante y murmuró unas palabras en voz baja, extendiendo después su mano mientras señalaba a las bestias que nos atacaban. El hechizo no surtió el efecto que mi hija deseaba. Los Khepar parecieron aturdirse durante un instante, pero rápidamente se recobraron, aún más furiosos.
—¡Apartaos un momento! —Grité con todas mis fuerzas, para que me oyesen en el clamor de la batalla.
Tanto Aidam como Milay y Sheila se echaron a un lado, mientras que yo lanzaba mi hechizo.
Del suelo surgió una fuerte enredadera que atrapó a los tres soldados Khepar entre sus nudosos tentáculos. La planta mágica tenía vida propia y también un hambre feroz. Los hombres-insecto se debatieron desesperados mientras la enredadera los estrangulaba con fuerza. Uno de ellos reventó literalmente al ser estrujado, los otros dos fueron devorados por la planta, cuando un enorme bulbo surgió del suelo y abrió una descomunal boca erizada de colmillos.
—¡Por todos los dioses! —Exclamó Aidam al contemplar aquella aparición surgida de mi magia—. ¡Jamás se debe pelear contra un mago! No sé cuántas veces lo he dicho ya.
Sonreí ante el estupor de Aidam y luego hice desaparecer mi creación. La planta se esfumó como si nunca hubiera existido.
—Aún queda uno —dije.
El soldado Khepar restante había llegado hasta el lugar donde se parapetaban Acthea y los tres jóvenes. Runa todavía peleaba contra él, pero parecía estar herida, pues sus movimientos no eran tan fluidos como antes.
Aidam observó asustado como el Khepar arrojaba a un lado la mesa, haciéndola volar por los aires y alzaba su cola sobre su cabeza, dispuesto a dar un golpe mortal. En ese momento lanzó su hacha con fuerza y esta giró por el aire, impactando en el cráneo de la bestia y quedando clavada en ella. El Khepar se giró alarmado, herido, pero aún con vida y comprobó que su rival se encontraba muy lejos. Volvió a encararse con Acthea, mientras esta empujaba a Shyrim, a Rourca y a Kyrley para que se alejasen del peligro y fue entonces cuando atacó.
El aguijón se clavó en el vientre de Acthea, atravesándola de parte a parte, mientras la alzaba en el aire.
Un grito de terror y de dolor nos paralizó a todos, pero no fue Acthea quien gritó, pues ya estaba muerta, sino Aidam.
El monstruo arrojó al suelo el cuerpo sin vida de Acthea mientras se volvía contra los jóvenes.
Shyrim no reaccionó. La visión de la muerte de su madre aún permanecía fija en sus ojos. Rourca tiraba de ella con todas sus fuerzas para hacerla retroceder, pero le era imposible moverla del sitio.
La jovencita solo repetía en voz baja las mismas palabras:
—¡Mamá, mamá, mamá...!
El Khepar alzó de nuevo su cola y volvió a atacar. El aguijón venenoso cortó el aire con un silbido, mientras Aidam llegaba junto a la bestia y se abalanzaba sobre ella con sus manos desnudas.
Shyrim incapaz de moverse, aguardaba la muerte que se abatía sobre ella, cuando una figura se interpuso entre ella y el aguijón.
El grito de dolor hizo despertar a Shyrim en el acto, para darse cuenta de lo que había sucedido.
En el último segundo Kyrley había protegido a Shyrim con su propio cuerpo, salvando su vida.
El cuerpo de la joven enana se agitó en incontrolables espasmos mientras el veneno se abría paso en su interior hasta llegar a su corazón. Su mirada se nubló y cayó en los brazos de Shyrim mientras expiraba.
Aidam, ciego de rabia, de ira y de dolor atacó al Khepar con sus puños, hasta que escuchó crujir su caparazón. Después arrancó sus entrañas con las manos y siguió golpeando incansable una y otra vez, aunque el monstruo ya estaba muerto.

Con paso renqueante, Aidam llegó hasta donde se encontraba el cuerpo de Acthea. El guerrero tomó el cuerpo de su esposa entre sus brazos y escondió su rostro en su pecho. Sin fuerzas, Aidam cayó de rodillas al suelo y un grito de dolor y angustia surgió de su pecho. Un grito que nos desgarró el alma a todos.

El secreto del dragón. (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora