Capítulo 50

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La música tocaba y Candy se sentía como en un sueño, casi flotando en el aire mientras William la guiaba sin esfuerzo alrededor de la pista. No era la primera vez que bailaba con él, pero sí era la primera vez que lo hacía desde aquel día en que se había enterado que él era su príncipe de la colina y aún ahí frente a todos, siendo observada por los invitados, no podía enfocarse en nadie más que en él. William de igual manera disfrutaba el momento como nunca, por fin podía llamar a Candy su prometida; después de todo el tiempo que la había esperado, ella lo había elegido a él y eso lo hacía inmensamente feliz.

Por su parte, tanto la prensa como los invitados no podían quitarle la vista de encima a la nueva pareja, mientras bailaba con gracia fluida su vals. Muchos de ellos los habían visto bailar con anterioridad, en aquella fiesta del compromiso fallido, convertido en presentación oficial del patriarca de los Ardlay; y ahora comprobaban con gusto lo que entonces solo habían especulado: la pareja no era una de tutor y protegida, sino una de enamorados.

Sin embargo, en la expansión del jardín no todo era felicidad, la mesa de los Lagan parecía echar chispas. Por más que Raymond Lagan y su familia hubieran querido disimular su descontento, la verdad era que apenas y podían hacerlo. Tanto Sara como su esposo veían con una pizca de desdén a la novia, que si bien ya no era la misma chiquilla que se había encargado de los caballos en sus establos, sino una hermosa señorita que no le pedía nada a otras señoritas de la alta sociedad, no podían olvidar tan fácilmente el recuerdo de su proveniencia, ni el deseo que habían guardado escondido en sus corazones desde la presentación del patriarca, de que Eliza pudiera algún día ser quien estuviera en su lugar. No que William Ardlay hubiera mostrado interés alguno en su hija, pero en vista de la muerte de Anthony años atrás, de la igualmente trágica pérdida de Stair en la guerra y del reciente compromiso de Archie con otra huérfana del Hogar de Pony, William había sido la última esperanza para que la familia Lagan pudiera compartir de lleno el poderío del apellido Ardlay, y ahora esa esperanza se esfumaba frente a sus ojos.

Neal, sentado al lado de sus padres, no sabía precisamente qué hacer ni a dónde mirar. Mucho tiempo había pasado desde que él había deseado comprometerse con Candy y aún podía saborear la amargura de la vergüenza que había pasado ese día, al ser despreciado frente a todos sus invitados y la prensa. Y a pesar de todo el tiempo pasado, a pesar de que tal vez nunca la amó realmente, aún sentía una punzada en el estómago cuando la veía, sobre todo cuando la veía en el centro de la pista, radiante, convertida en toda una dama, más hermosa que nunca y tangiblemente enamorada de ese hombre a quien él mismo había considerado un indigente, y quien a final de cuentas había resultado ser el dueño de todo... incluyendo el corazón de ella.

Si acaso en esa recepción había personas que creyeran que la novia no estaba enamorada del novio, sino que solo se casaba con él por el estatus que esto le pudiera conferir, Neal Lagan no era una de ellas. Él los había visto caminando por la calle cuando vivían juntos en un pequeñísimo departamento en los suburbios de Chicago, los había observado a través de la ventana y se había dado cuenta de que aún sin tener mucho dinero, era obvio que entre ellos existía algo más profundo que una simple amistad.

En definitiva Neal estaba ahí porque no tenía otra opción, porque sus negocios y por ende sus bolsillos se lo requerían, y sabía muy bien que tenía que hacer a un lado sus sentimientos, cualesquiera que estos fueran y comportarse a la altura del empresario sin escrúpulos en el cual rápidamente se estaba convirtiendo, si quería conservar su posición en las empresas.

Eliza sin embargo no cabía de la rabia, ¡como hubiera deseado quedarse en Miami y no asistir a esa celebración! El solo ver a esa siendo el centro de atención, ataviada con uno de los vestidos más hermosos y seguramente más costosos que había visto en su vida, portando esas increíbles joyas y bailando con el hombre más codiciado del país, sin mencionar obviamente lo guapísimo que se veía el tío William, no hacía más que retorcerle el estómago. Con gusto se hubiera parado de su asiento y abandonado de inmediato la recepción, pero podía sentir como fuego la mirada de su padre sobre ella y sabía que estaba atada de pies y manos; tenía que aguantar pero no sabía cómo.

Siempre te esperéOnde histórias criam vida. Descubra agora