CAPÍTULO CATORCE

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12 de septiembre de 1973, Santiago.


Emilia estaba acostumbrada a vagar por las calles de Santiago de noche y en solitario, o sin más compañía que algunos fantasmas.  Por lo menos, lo había estado por mucho tiempo. Incluso cuando Gonzalo Manquian la acompañaba a veces años atrás, sabía que el joven no sería capaz de seguirle el paso. Había sitios a los que su amigo simplemente no podía entrar. 

Las cosas habían cambiado de verdad con la llegada de Víctor Lassner. 

Recordaba muy bien la primera vez en que había visto su rastro. 15 de Febrero de 1971. Ella caminaba por Providencia, a una cuadra o menos de Ricardo Lyon. El rastro, dorado y brillante, fue agarrando consistencia a medida que se acercaba al Coppelia, que a esa hora estaba lleno de clientes. Lo siguió con la mente en blanca, atraída igual que un niño ante la promesa de dulces. Después de todo, nunca había visto un rastro como ese. A primera vista parecía fuerte, casi sólido. Durante los pocos pasos que le llevó encontrar su origen, Emilia tuvo la impresión de que si estiraba la mano podría agarrarlo. Casi pudo sentirlo en la palma y en las puntas de los dedos. Sin embargo, desaparecía rápido, como si se tratara de un rayo detenido por el tiempo suficiente para que ella lo viera y lo tomara de guía. 

Cuando llegó a la heladería, miró hacía el interior a través de la ventana. Varias personas pululaban en su interior, la mayoría jóvenes, casi todos en parejas. Excepto por los comensales ubicados en una mesa arrinconada junto a la pared. Ellos eran tres, un matrimonio de mediana edad, ambos muy elegantes, y un joven de quizás dieciocho años sentado al frente. Emilia apenas se detuvo a contemplar al hombre y a la mujer, pero no pudo quitarle los ojos de encima al médium. 

Tenía el pelo negro y no lo llevaba a la moda, sino muy corto, en un estilo casi marcial. En esa época estaba delgado y toda la ropa que sus padres le proveían le quedaba grande. Sus largos brazos descansaban sobre la mesa circular y con la mano derecha hurgaba sin ganas en una copa de helado. A pesar de tener la cabeza gacha, Emilia lo supo con solo mirar su perfil. 

Ese joven necesitaba ayuda. Su ayuda.

Entró en la heladería y caminó directo hacia el matrimonio. Chocó un par de veces, una con un mesero y otra con una muchacha que llevaba un lindo vestido azul. No se disculpó con ninguno de los dos. No quería perder de vista al joven, porque tenía la absurda sensación de que si lo hacía se desvanecería igual que su rastro. 

Cuando le faltaba poco más de un metro para alcanzarlo, él levantó la mirada y clavó en su rostro unos ojos de intenso color azul. Emilia se detuvo, asustada y conmovida al mismo tiempo. No solo era su palidez, o la fijeza con que la contempló. En su rostro vio los estragos aún frescos de un hecho traumático que tenía relación con el mundo que ella habitaba la mayor parte del tiempo. El mundo de los médiums y los fantasmas. El miedo del joven, su reconocimiento, viajaron hasta Emilia a través del rastro y la impactaron como una llamada de auxilio. 

Dio un par de zancadas y, ya frente a él, le extendió la mano por encima de la mesa y de la comida de la pareja que los acompañaban. 

—Me llamo Emilia Berríos. 

Percibió la tensión del hombre y de la mujer, que eran los padres del joven, pero no les hizo caso. Tampoco les hizo caso cuando exclamaron de enojo y sorpresa. Solo le importaba que el médium le estrechara la mano y le dijera su nombre. Así podría encontrar su rastro donde fuera. 

—Víctor Lassner —murmuró él, la voz grave y rasposa, provocada quizás por un mutismo prolongado. Luego le estrechó la mano y Emilia no pudo evitar respirar hondo al sentir su contacto. 

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Where stories live. Discover now