CAPÍTULO TREINTA Y UNO

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21 de septiembre de 1973, Santiago

Emilia solo soportó una hora de reloj en el cumpleaños del hijo de Gonzalo. Luego se diría que esa hora había sido una de las más largas de su vida, y eso que en una ocasión la habían encerrado en un mausoleo del Cementerio Católico durante más o menos ese tiempo. Le había tocado enfrentarse a un par de fantasmas bastante desagradables, sí; pero prefería eso a tener que escuchar la interminable perorata de un grupo de padres y madres, mientras sus retoños gritaban y corrían alrededor, manchándolo todo con jugo o caramelo.

Sí, prefería enfrentarse a fantasmas, aunque se tratara de asesinos no confesos que habían quedado varados en este plano para expiar sus culpas. Prefería eso a participar de una reunión social como ese cumpleaños infantil. Supuso que eso no hablaba muy bien de ella, pero le daba igual. Ya hace mucho que se había reconciliado con el hecho de que era rara y que no tenía mucho en común con el resto de la gente.

Durante esa larga hora, Gonzalo y su esposa intentaron de varias formas que se sintiera cómoda y que participara de la charla. Fue imposible. Bastó con que respondiera un par de preguntas para que se hiciera patente que lo mejor era guardar silencio y esperar que pasara un tiempo prudencial para irse. Mejor para ella, en pos de sus secretos, y mejor para ellos; dudaba que fueran capaces de soportar la verdad.

Por ese motivo, cuando le preguntaron a qué se dedicaba, solo dijo que era cartógrafa e investigadora. "¿Investigadora de qué?", le preguntó un hombre de unos cuarenta años, padre de uno de los niños más gritones de la fiesta y esposo de una mujer que solo levantaba la mirada de la taza de té que estaba bebiendo para pedir más. A Emilia le había caído mal el tipo desde el principio; no le gustaba la forma en que le hablaba a su esposa ni cómo la miraba a ella, como si se tratara de un bicho que se había parado sobre su trozo de torta. Por eso, apenas insistió con la pregunta, le dirigió una mirada gélida que prácticamente silenció al grupo.

Gonzalo captó la tensión y decidió hacer algo al respecto.

—Si hace mapas, ¿de qué más podría investigar, Francisco? De geografía, por supuesto.

Parte del grupo sonrió ante la broma, pero no el aludido ni, por supuesto, Emilia.

—No lo sé, Gonzalo. Por la forma en que lo dice, no me sorprendería que se tratara de algo más interesante y secreto que simple geografía. ¿No les parece? —Se giró primero hacia su esposa, que levantó la mirada para darle su apoyo, y luego hacia el resto de los presentes. Algunos sonrieron, otros desviaron los ojos. Gonzalo y Dominga intercambiaron una mirada.

—Cuéntenos, señorita Berríos —continuó el hombre, remarcando la palabra "señorita". No por nada había sido uno de los más horrorizados al enterarse de que Emilia no era casada ni tenía hijos. Una mujer de su edad, había leído esta en sus ojos, debía tener la decencia al menos de ser viuda o monja. Y ella claramente no era ninguna de las dos—, ¿a qué se dedica? En los tiempos que corren uno debe saber con quién comparte la mesa.

Tras decir aquello, el ambiente cambió definitivamente. Dentro de la casa, en medio del cumpleaños en curso, era fácil olvidar lo que estaba ocurriendo en el exterior. Todo estaba cubierto por un velo de secretismo, pero ya corrían historias horribles si uno estaba dispuesto a escuchar los rumores. Gente que había salido de su casa para no volver más, otros sacados del interior de sus propios hogares por la fuerza, fusilamientos y detenciones durante las horas del toque de queda. Lo dicho por el tal Francisco no era explícito, pero sí lo suficientemente aplicable a la situación como para hacer caer las máscaras de felicidad y despreocupación de los presentes.

Gonzalo observó a su invitado con el ceño fruncido, pero Emilia no estaba dispuesta a que la defendiera otra vez.

—¿De verdad quiere saber?

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Where stories live. Discover now