CAPÍTULO TREINTA Y DOS

175 26 41
                                    



21 de septiembre de 1973, Santiago.

Griffin ya se había ido y en Almahue #8 reinaba el silencio. Víctor y Emilia continuaban sentados a la mesa, a apenas un metro de distancia, pero a mucha más distancia en realidad. El joven tenía su libreta abierta frente a él, el lápiz aún entre los dedos, pero ni dibujaba ni escribía. Mantenía la vista perdida en un punto de la pared, el rostro ausente, libre de cualquier expresión. Emilia, en cambio, hacía tamborilear sus dedos sobre la madera de la mesa con suavidad, sin emitir sonido, pero transparentando cierto nivel de ansiedad que se reflejaba también en el gesto endurecido de su boca y en lo encendido de su mirada.

Podría haber sido ella la primera en hablar. Parecía ansiosa por hacerlo, o al menos irritada por el persistente silencio. De haber habido testigos de ese momento, ya fueran vivos o muertos, habrían apostado a que sería ella quien lo rompería.

Pero no fue Emilia quien habló, sino Víctor.

Su voz resonó en el lugar, profunda y grave. A Emilia siempre le había impresionado su voz (entre muchos otros de sus rasgos), porque se escuchaba como la de alguien mayor. Sobre todo cuando el joven pasaba largos periodos callado (cosa que al principio de la amistad de ambos solía ocurrir mucho), su voz se tenía un tono tan bajo que a la mujer le provocaba un estremecimiento.

—Necesito hacerte una pregunta.

Emilia dejó de mover sus dedos y observó a su compañero.

—Adelante.

Hasta ese momento, Víctor había continuado con la vista fija en la pared frente a él. Cuando recibió la respuesta de la mujer, inclinó la cabeza y se miró las manos. Solía tener sus dedos sucios en la zona de las yemas, marcas negras provenientes del carboncillo con el que dibujaba. Esa era la única mancha en su persona, el único punto negro dentro de su habitual pulcritud. A veces, cuando estaba especialmente distraído y se llevaba las manos a la cara para alejarse un mechón de pelo de la frente, se dejaba un rastro negruzco en la piel blanca. Emilia había encontrado en algunas ocasiones esas mismas marcas en algún mueble o en las tazas de té. Y le reconfortaban, sobre todo al principio. Se decía que eran una prueba de que la existencia de Víctor Lassner era real.

—¿De verdad soy el Vinculante más poderoso que has conocido?

—Sí —dijo Emilia sin dudar. Sabía de antemano que eso era lo que el joven le preguntaría. Había visto su expresión en el instante mismo en que ella había pronunciado aquello y aunque decidió ignorarlo, supo de inmediato que el tema volvería a salir—. Lo eres.

—Tu prima, Luisa...

—Víctor, eres el Vinculante más poderoso que conozco y que he conocido.

Por fin, el joven la miró directamente. Su respiración estaba algo agitada, pero lo que de verdad interesó a Emilia fue la intensidad con la que brillaban sus ojos. Solo había visto ese brillo cuando estaban en medio de alguna investigación o cuando Víctor dibujaba. Aunque no le gustaba verlo alterado, siempre sentía cierto regocijo en las ocasiones en la calma de su compañero se agrietaba.

—¿Cuántos Vinculantes has conocido?

—¿Quieres una lista?

—Sí.

Emilia alzó una ceja, pero respondió.

—Personalmente he conocido a cuatro. Eso sin contar a todos aquellos que he estudiado. Los más poderosos, sin contarte a ti, son Luisa y Sergio Larraín. Este último era solo Vinculante, así que considero que su ejemplo es más útil. —Víctor se mantuvo inmóvil, así que Emilia continuó—: Debes tener en cuenta que por cierto tiempo, Sergio Larraín escondió deliberadamente el verdadero alcance de su poder. Aún así, llegado el momento, hizo algo que me impresionó: pudo saber los secretos de un fantasma que otro Médium conjuró. Sin mayor esfuerzo, pudo comunicarse con el fantasma y leer a través de él.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Where stories live. Discover now