CAPÍTULO OCHO

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13 de septiembre de 1996, Santiago.


—¡¿Estás loco?!

—Shhhh... baja la voz. 

Marco iba a hablar otra vez, pero Agustín lo detuvo con un codazo de advertencia. El movimiento llamó la atención del profesor, que dejó de escribir en la pizarra la línea de tiempo de la Colonia y los observó. 

—Llanquilef y González, si no se tranquilizan los voy a mandar a barrer el patio. 

Ambos se encogieron en el puesto e inclinaron las cabezas hasta casi esconderlas dentro de sus  cuadernos. Ezequiel, por su parte, se quedó quieto incluso cuando comenzaron las risas en la parte de atrás de la sala. Estaba acostumbrado, aunque notó que las risas no eran tan persistentes como solían ser. Su escena de hace un rato había logrado cambiar el ambiente en el curso de la una forma sutil, pero evidente. 

El resto de la clase la pasó con la vista fija al frente, hacia la pizarra, excepto cuando la bajaba para mirar lo que su mano anotaba de manera casi mecánica. Necesitaba pensar: las cosas estaban saliendo según sus planes, pero no por eso podía relajarse. Aún quedaba lo más importante, después de todo. Tenía confianza en que se comportaría a la altura en las Torres de Agua, siendo el último en salir y al mismo tiempo luciendo lo suficientemente asustado para que no lo creyeran aún más loco y raro, pero lo mejor era no confiarse demasiado. Eso sí, lo le tenía más nervioso era la curiosidad: ¿cuál de los dos, Catalina o Pedro, sería el primero en huir despavorido? 

Barajó las posibilidades: si la primera en huir era Catalina, eso la haría perder la confianza de sus seguidores. Esbirros, les llamaban a veces en los libros y a Ezequiel le gustaba esa palabra. La niña sería una perdedora y nadie sigue a un perdedor, a menos que sea  el equipo de fútbol favorito o la selección nacional o el presidente del país y ni siquiera ellos mantienen la popularidad por mucho tiempo. La otra opción y por la que apostaba Ezequiel, era que Pedro saliera de los primeros. Aquello sería aún más interesante, ya que si él perdía, no provocaría miedo en los demás nunca más. Nadie le teme a los cobardes. Y si Pedro perdía eso, Catalina a su vez perdería a su mano derecha y a la persona que ejecutaba sus sentencias. ¿Cómo podría entonces controlar el curso la niña?

Ezequiel sonrió. 

Mientras él ganara, el dúo formado por Catalina Silva y Pedro Guzmán dejaría de imponer el terror en el Séptimo A, tal vez para siempre. Aquello bien valía el insomnio de la noche anterior y el reto de su padre. Eso sí, hubiera preferido que Zacarías no saliera herido con to... 

De pronto abrió la boca, aterrado. Cuando el terror se transformó en recriminación contra sí mismo, a punto estuvo de darse una palmada en la frente. 

Había olvidado por completo a su hermano, a pesar de ser la razón inicial de todo. Simplemente lo había borrado de su mente en el plan, como si el niño fuera a desaparecer mientras él entraba a las Torres de Agua con Pedro y Catalina. 

—Rayos —masculló entre dientes. 

Zacarías nunca lo dejaría ir solo y tampoco quería enviarlo a casa cuando salieran del colegio con mentiras mientras él vivía una aventura. De improviso, un pensamiento extraño cruzó su mente. 

¿Y si no volvía de las torres? ¿Y si...?

Negó con la cabeza. Eso era absurdo. ¿Por qué no volvería? ¿Qué pensaba encontrar allí? Nada, se dijo, ahí no nada más que cemento, metal y túneles viejos

—Y un secreto —dijo y a su alrededor varias cabezas se giraron para mirarlo. Incluida, por supuesto, la del profesor. 

—Millar, última advertencia. 

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Where stories live. Discover now