CAPÍTULO CINCO

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12 de septiembre de 1996, Santiago. 


Ezequiel despertó y supo de inmediato que su papá estaba en la casa. No es que lo escuchara hablar en la cocina con su mamá o duchándose como solía hacer cada vez que volvía muy cansado después de un turno especialmente agotador, ni mucho menos que lo viera parado en el umbral de la puerta de su dormitorio, como un padre que verifica que todo está bien con sus hijos después de pasar una noche lejos. No, lo suyo era más bien una sensación "atmosférica". 

Había aprendido esa palabra tres o cuatro años antes, cuando la buscó en el diccionario después de escuchar al hombre que daba el tiempo en la tele pronunciarla varias veces. Y aunque no había sido fácil comprender del todo el concepto, desde el momento en que lo hizo, se sintió orgulloso de sí mismo. Para aprenderlo no le había bastado con la palabra en sí, sino que tuvo que buscar su base: "atmósfera". Ya le habían hablado sobre esta en el colegio, pero el diccionario le enseñó un significado que la profesora Reyes, de Comprensión del Medio, no le había explicado. Atmósfera no era solo aquella capa gaseosa que cubría la tierra; también era el aire que rodeaba un lugar, ya estuviera abierto o cerrado. Cuando ese significado hizo click en su mente, Ezequiel se dio cuenta que solo le faltaba la palabra, porque el concepto él ya lo percibía. De hecho, lo percibía de una manera más profunda que el común de la gente. 

Para él, todas las casas, su colegio, las calles, las plazas, las tiendas... todos los lugares tenían una "atmósfera" muy clara, algo que iba más allá del aire o el olor del aire. Era una mezcla de voces, presentes o no, de sentimientos y de recuerdos. Eran las historias de cada lugar, flotando en el ambiente. Había sitios cuya atmósfera era muy difícil de tolerar, mientras que en otros era tan liviana que apenas se sentía. Ciertas personas tenían el poder de cambiar la atmósfera del lugar al que llegaban, para bien o para mal, y en ocasiones, incluso, ese cambio no dejaba de sentirse por mucho que la persona se fuera o falleciera. 

Su padre era así y por eso no hacía falta que Ezequiel lo escuchase, lo viese o lo oliese para saber que estaba en la casa. Bastaba con que cruzara el umbral para que la atmósfera cambiara, a veces para bien y a veces para mal. 

Se levantó con lentitud, poniendo los pies descalzos en el suelo antes de ponerse de pie. Siempre salía de la cama de la misma forma. Por las mañanas solía sentirse mareado y en un par de ocasiones la sensación de vértigo había sido tan fuerte que fue a parar al piso. No fueron caídas graves y nadie en su casa lo había notado, pero el hecho de no poder estar de pie aunque fuera por unos segundos lo asustaba y frustraba a partes iguales. En especial cuando veía a Zacarías saltar de la cama y correr escalera abajo para ganar el derecho a la tele como si nada. Esa mañana también lo había vencido: las sábanas revueltas y el cubrecama en el suelo era una clara señal de las clásicas carreras en solitario de su hermano. 

Suponiendo que estaba a salvo del mareo, se puso de pie y con sus habituales pasos silenciosos salió al pasillo y lo recorrió poniendo especial atención a los sonidos que venían desde el primer piso. Su padre hablaba y aunque no le era posible descifrar del todo sus palabras, su voz era tan imponente que las voces de su mamá y de Zacarías eran apenas murmullos.  Mientras bajaba la escalera escuchó que su hermano reía, así que supuso que el ánimo general era bueno. Respiró hondo un par de veces, ya a pocos pasos del comedor, donde estaba su familia, para llegar allí sin aparentar incomodidad. Si esta era muy evidente su padre la notaba y tan rápido como la notaba su estado de ánimo se transmutaba en algo mucho más peligroso.

Zacarías fue el primero en verlo, el rostro brillante de alegría y el sombrero reglamentario de su padre en la cabeza. Cuando lo vio con él, el gesto de Ezequiel se torció, pero se recompuso antes de que sus padres se voltearan a mirarlo. 

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora