CAPÍTULO VEINTIUNO

297 38 259
                                    


25 de septiembre de 1996, Santiago. 


Cuando la puerta del edificio circular se abrió, Lear estuvo seguro de que se trataba de Zacarías y Ezequiel. No sabía la hora exacta, pero calculaba que faltaba poco para la visita que los niños le hacían casi todos los días después del colegio. Durante los segundos en que la puerta metálica dejó entrar la luz exterior antes de volver a cerrarse, se permitió una sonrisa. No se movió de su puesto habitual, sentado sobre un montón de libros, a la espera de sus voces o el sonido leve de sus pasos. Pero no escuchó nada de eso, ni tampoco las velas que marcaban el camino escalera abajo se encendieron con la presencia de Zacarías.

Esa fue la primera señal. Luego, oyó una respiración pesada en lo alto, aún junto a la entrada. Se puso de pie con lentitud. Tenía una copia de La Historia Interminable entre las manos, y debido a la sorpresa y el miedo la apretó con fuerza. Al hacerlo, una serie de imágenes lo invadieron de golpe, aturdiéndolo un poco. Soltó el libro, que fue a dar al suelo con un sonido sordo. Antes de que pudiera recuperarlo, una silueta se perfiló en la escalera, alumbrada apenas por las velas que él tenía alrededor. 

—¿Quién es? 

—Yo, Duncan...

Al reconocer la voz, sintió decepción, pero también alivio. Rodeó el montón de libros que lo separaban de la escalera y esperó al hombre a los pies de esta. Duncan estaba encogido sobre sí mismo, como si estuviera herido. Aunque eso era improbable, tampoco era del todo imposible. Solo por la existencia de esa posibilidad fue que se acercó un poco más a él. Eso le permitió ver en medio de la penumbra que tenía la manga izquierda de su polerón canguro rota a todo lo largo del brazo. 

—¿Qué te pasa? —le preguntó en un susurro, manteniendo una distancia prudencial de dos escalones—. ¿Estás herido?

El hombre soltó un par de carcajadas secas que se confundieron con su jadeos de cansancio. 

—Me detectaron, Lear. Llevo un día entero huyendo...

—¿Quién te detectó? 

Duncan no respondió. Se irguió un poco más, sin soltarse el costado izquierdo del abdomen, y pasó por el lado de Lear rumbo al fondo del edificio circular. Buscó algún lugar donde sentarse, pasando a llevar un par de torres de libros en el intertanto. Finalmente, se dejó caer sobre el baúl que aún contenía algunas cosas provenientes de El Nido. No se fijó en el mueble, tal vez ni siquiera lo conocía; aún así, Lear se mantuvo en tensión hasta que Duncan se sentó por fin. Respirando lentamente, bajó los escalones y miró los libros que el otro había dispersado con el ceño fruncido. Después de unos segundos se dijo que no importaba, ya los ordenaría después.  Lo que no pudo evitar fue mirar hacia lo alto de la escalera, por donde Ezequiel y Zacarías podían entrar en cualquier momento. No quería que Duncan los viera, ni tampoco que ellos vieran a Duncan; no sabía las consecuencias que un encuentro así podía tener. 

Por eso, rogó que ese día los niños no fueran a visitarlo. Lo rogó con todas sus fuerza, aunque no supo a quién o a qué. Dudaba que existiera un dios capaz de escuchar las plegarias de alguien como él. 

—¿Quién te detectó? —volvió a preguntar cuando se sentó en su puesto de siempre, a poca distancia de su visitante.

—Ese hijo de puta del que nos hablaron una vez... ¿Cómo se llama? El extranjero capaz de encontrar Psíquicos. 

—Griffin. 

—Ese. —Duncan cruzó las piernas, movimiento que le sacó un leve quejido entre los labios y un gesto de dolor. Quizás sí estuviera herido, lo que, pensó Lear, sería preocupante pero también muy interesante—. Había estado muy quietecito en su ratonera, pero hoy, de la nada, me di cuenta que me estaba siguiendo. El maldito es hábil... muy hábil. 

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang