CAPÍTULO DOCE

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14 de septiembre de 1996, Santiago. 


Zacarías comía maní a puñados, a veces con la boca cerrada, otras (la mayoría) con la boca abierta. Cualquiera que no lo conociera habría pensado que llevaba horas sin comer o que era la primera vez que comía maní. Ambas cosas, por supuesto, eran incorrectas. Según los cálculos de Ezequiel, que no era un experto en digestión humana ni mucho menos, la leche asada que les había dado su abuela recién debía estar siendo procesada por los jugos gástricos. 

Cuando vio que su hermano se lamía las manos con ademán hambriento, frunció el ceño. Era obvio que de los dos, solo él estaba experimentando algo parecido a la vergüenza. Sin poder evitarlo, se giró hacia el verdadero destinatario de esa comida, y vio que que el hombre miraba a su Zacarías con una sonrisa divertida.  

—Yo... —comenzó para desviar la atención y también para centrarse en el motivo de su visita. No tenían mucho tiempo; debía ir al grano pronto—. Nosotros... Bueno, lo vinimos a ver. 

A punto estuvo de darse un golpe en la rodilla por torpe. Era más que evidente que lo habían ido a ver. Estaban ahí, frente a Lear, viéndolo. Zacarías, a su lado, dejó la bolsa de maní y estiró el brazo hacia la de papas fritas. Por fortuna, él fue más rápido. La tomó antes que su hermano y se la extendió al hombre. 

—Coma. Se las trajimos a usted.

El desconocido sonrió.

—No tengo hambre. Muchas gracias.

—Pero... —murmuró Ezequiel, antes de darse cuenta de lo que estaba a punto de decir. Sintió cómo se le ponía roja la cara—. Bueno, pero guárdelas.

El hombre asintió y Zacarías se cruzó de brazos, enojado. Se le pasaría pronto, como siempre. 

—No tenían que traerme nada. 

Ezequiel apretó los labios y miró alrededor, a lo que al parecer era el hogar de Lear. No podía negar que el sitio tenía cierto encanto. Parecía sacado de una película. Pero aún así, no era como una casa. Con esas paredes de concreto, dudaba que fuera cálido en invierno y hasta era posible que se lloviera. Y... bueno, no veía un refrigerador por ninguna parte. 

—¿Usted vive aquí? —preguntó de pronto Zacarías, sin ningún tipo de tino. Ezequiel lo miró con las cejas alzadas por la sorpresa y el enojo.

Pero casi de inmediato, Lear respondió.  

—Sí, aquí vivo. Al menos la mayor parte del tiempo. 

—¿Por qué?

—Zacarías, no...

—No, tranquilo —murmuró el hombre, al tiempo que sonreía en dirección a Ezequiel—. No hay problema. 

Lear lo pensó unos segundos, sentado sobre una pila de libros y con los codos aún apoyados en las rodillas. Ezequiel lo observó con atención, intentando captar algo sobre él, lo que fuera. No consiguió nada. Mirarlo era como fijar los ojos en una página en blanco. De algo sí estaba seguro: no parecía mendigo, a pesar del pelo castaño claro que quizás hubiera sido más claro de haber estado limpio.  O la boina vieja de color oscuro o la mezcla de prendas de distintas que llevaba, que lo hacían lucir como si una mezcla sin sentido de ropa de diferentes épocas y personas hubieran ido cayendo sobre él a lo largo de los años. El niño hizo el recuento de un vistazo: unos jeans parchados, la camiseta de una universidad extranjera y un abrigo con los bolsillos rotos que llevaba abierto y que le llegaba hasta la mitad del muslo. Los zapatos eran lo peor de todo. Ezequiel había visto a su hermano terminar años escolares lleno de agresivos partidos de fútbol con zapatos mejores.

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant