CAPÍTULO DIECINUEVE

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14 de septiembre de 1973, túneles de Santiago


César terminó de comer y dejó a un lado el plato de lata. No quedaba ni rastro del menjunje que en un principio había mirado con desagrado. Al tomarlo por primera vez y mientras lo olía para intentar distinguir al menos uno de los ingredientes que lo componían, recordó la cazuela que preparaba su madre y sintió ganas de llorar de nuevo. Había llorado prácticamente toda la noche, sin poder dormir del todo, soñando a medias, despertando sobresaltado cuando el sopor lo invadía. En medio de eso, había escuchado en algún momento la voz de Alejandra pronunciando su nombre; se sintió confortado al principio en medio de la oscuridad y el frío húmedo de su celda, pero luego recordó lo que Camilo había dicho, eso de que la niña era una bruja, y en vez de contestarle, se giró hacia la pared, se abrazó a sí mismo y cerró los ojos. Cuando despertó de su mala noche, si es que era noche en realidad, el plato de lata con el menjunje lo esperaba cerca de los barrotes junto a un vaso de agua. Este se lo bebió de un trago, pero con la comida dudó hasta que el hambre fue más fuerte. Se lo comió todo, apenas paladeando el sabor. 

En la celda del frente, la de Camilo, y en la del lado, la de Alejandra, ellos comieron también. Cuando el primero terminó, tiró el plato al suelo, provocando un sonido estridente que se replicó por unos segundos en el lugar en un eco cavernoso. Sentado en el suelo, César se estremeció. La oscuridad, la humedad, el eco: todo parecía indicar que se encontraban en una cueva. ¿Cómo se escapaba de una cueva? ¿Cómo se escapaba de una celda? ¿Quién los tenía allí?

Se puso de pie y se acercó a los barrotes. Camilo lo observaba, pero no le hizo caso. Metió el rostro entre dos barras de metal que sostuvo a su vez con las manos. A pesar de todo, se sentía mejor después de comer y beber, así que cuando habló su voz sonó mucho más firme que el día anterior. 

—¿Alejandra? 

La niña apareció en su reducido campo de visión, a su derecha. 

—¿Estás bien?

—Sí... —Dudó un momento—. ¿Y tú?

—Estoy bien. 

César miró un instante hacia la celda de Camilo, pero este no dijo ni hizo nada. Decidió que lo mejor era ignorarlo, como venía haciendo desde su enfrentamiento. La herida en la cabeza le dolía, aunque había dejado de sangrar hace mucho. 

—¿Quién nos trajo la comida? —preguntó tras unos segundos—. No escuché a nadie. 

Alejandra guardó silencio durante un largo rato, tanto que César creyó que no lo había escuchado. De no haber podido ver parcialmente su rostro, habría estado seguro de ello. 

—Una... persona nos cuida. Trae la comida y cambia el balde donde... 

Al escucharla, arrugó el gesto, recordando lo desagradable que había sido orinar el día anterior en el balde de madera que constituía uno de los pocos objetos dentro de la celda. Sobre todo le desagradó saber que Camilo podría verlo, pero la opción era mojarse los pantalones. Sintió un vacío en el estómago al darse cuenta que, habiendo comido, pronto tendría que defecar también. 

—¿Quién es?

—No lo sé... Nunca habla, ni te mira a los ojos. De hecho, solo un par de veces he podido verlo, porque casi siempre viene cuando estamos durmiendo. 

—Yo lo he visto más veces —susurró Camilo. Debido al silencio, su voz rasposa se escuchó sin problemas. Tras un instante, se puso de pie y se acercó al límite de su propia celda—. Lo veo cada vez que viene...

Santiago del Nuevo Extremo (Trilogía de la APA II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora