Capítulo 10 - LOS MANTRAS DE JUANANTONIO

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LOS MANTRAS DE JUANANTONIO

Como mis revistas porno se habían quedado ya demasiado obsoletas quise darle un vistazo a la prensa del día –que en realidad la tenía desde el domingo porque el único que compraba periódicos en casa era mi padre– y me dispuse a mirar la sección de contactos; para pillar ideas, más que nada. El caso es que entre todo el aluvión de anuncios que ofrecían masajes orientales con final feliz encontré el teléfono de un tío que se hacía llamar 'Juanantonio el Chamán' y que garantizaba la posibilidad de resolver cualquier tipo de problema existencial con tan sólo una llamada... entre otra clase de servicios bastante menos decorosos. Me pareció una completa estupidez, claro está... pero por alguna razón continué leyendo la letra pequeña al pie de la publicación y descubrí con estupor una frase de entre todo el texto que me inquietó bastante. Decía lo siguiente: "Abstenerse de llamar preguntando por maricones".

Entonces comprendí que una vez más había logrado dar con la clave. Sin pensármelo dos veces llamé al tal Juanantonio desde el fijo de mis viejos y a partir del segundo tono me tuvieron una eternidad en espera, escuchando hasta la saciedad el mismo fragmento de una de esas canciones sosainas y pastelosas de los tan nefastos Gansan rouses (o como coño se llamen). Estaba completamente decidido a colgar cuando el teléfono comenzó a dar tono de nuevo y, desde la centralita, me pasaron con un tío que decía ser un travesti con traje de buzo. Se me lle-vaban los demonios. Estuve como diez minutos de reloj insultando y ultrajando al maldito travesti submarinista... lo jodido encima es que al tío parecía gustarle. Finalmente, harto de insistir y de mandarles a la puta mierda, logré contactar con Juanantonio el Chamán. Al principio me mostré un poco desengañado, pues yo esperaba encontrar una voz cálida, amable y reconfortante al otro lado del aparato. Muy al contrario de lo que pude suponer, ésta sonaba más como si fuera el aullido de un moro borracho o el estridente canturreo de un niño de etnia gitana (borracho también). De todas formas la conversación se fue sucediendo con total fluidez, hasta el punto en que consiguió alimentar mi curiosidad cuando por fin caí en la cuenta de que aquel desconcertante vidente musulmán comprendía perfectamente cuál era la incertidumbre que me tenía en total desasosiego. Llamadlo magia si queréis, podéis hacer burla, pero os aseguro que tanto llegó a conmoverme su mística disertación que terminé por darle mi número de teléfono móvil y hasta la dirección de mi casa.

–Mi personaré en su casa in menos di dies minuto –Concluyó él empleando su tan característico acento moruno. En la vida había visto a nadie con semejante entusiasmo por tal de ayudar. Además, su anuncio no decía en ninguna parte que fuese a cobrarme nada...

Luego colgué, y no habían pasado ni cinco minutos cuando alguien estaba llamando ya al timbre de mi portería. Me asomé por la ventana para echar un vistazo y aquel que decía ser Juanantonio el Chamán resultó ser el padre de un vecino mío. El tío venía medio disfrazado con un ridículo turbante y un fular multicolor que probablemente le habría tomado prestado a su señora esposa.

–Puta crisis –Espeté, y luego me solté una cleca en la frente antes de cagarme en la puta. Alguien debía estar gastándome una broma.

– ¡Qué coño quieres de mí, moraco! –Exclamé hecho una furia nada más abrir la puerta.

– ¡Hola'migo! Mí quiere qui tú saber di maricones –Me con-testó él muy cortésmente, y con pasmosa serenidad, a la vez que me dedicaba una enrevesada reverencia moruna.

– ¡Anda pavo, no me toques más los huevos! ¡Si te conozco, que eres el Marcelo! ¡Que ya sé que me estás trolando! Que yo jugaba con tu hijo el Dumbas y con su primo el Pichamarilla en el parque Rizal cuando éramos pequeños.

– ¡Aaaaaah! –Suspiraba el moro satisfecho–. Pero tú acierta siempre, porque Juanantonio el Chamán ti comprende siempre –El moro volvió a hacerme la ridícula reverencia y fue entonces cuando descubrí que no tenía paciencia alguna como para estar soportando toda aquella patética pantomima. De todos modos, y como el Marcelo tenía fama de haber sido siempre un tipo bastante inofensivo pese a su ostensible excentricidad, le dejé entrar en mi casa. En cuanto el falso moro pasó al comedor extendió una alfombra cutre y desportillada sobre el suelo. Mediante un gesto amable quiso indicarme que debía sentarme allí.

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