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"Todo irá bien, pequeña", me dijo con un beso en la frente. Sus manos agarrando mi rostro me impregnaron de su aroma: cálido, familiar. Acarició mi nariz con la suya y sus párpados cayeron ocultando su iris dorado. Le imité, absorbiendo aquel instante con los ojos cerrados.

"Confía en mí".

Y Ritto bajó a la arena dejándome un cosquilleo en los labios que exigían un beso suyo. Se introdujo sin titubeos en un ascensor diferente por el que habíamos subido hasta allí y la puerta negra, lacada en un brillo impoluto que reflejaba cual espejo, se cerró sin darle tiempo a que me dedicase una mirada de despedida.

Apoyé las manos sobre el cristal para que dejasen de temblar. Al cabo de pocos minutos pude observar a Ritto, con su espada azulada apoyada en el hombro, desplazándose hasta el centro de la pista. Los aplausos representados con luces me cegaban.

―Al bajar a la arena tendréis que dejar vuestra medalla y cualquier micrófono o sistema de comunicación dentro del ascensor―explicó Bright en mi cabeza. Hablaba como si tuviese la boca llena, me lo pude imaginar picoteando alguna guarrada mientras observaba el espectáculo desde casa―. También os quitan el ordenador y sólo podéis llevar un total de tres armas encima, aunque veo que aquí el Risotto se cree muy listo y sólo ha cogido una espada de mierda.

Quise acallar cualquier sonido: la voz de Bright, los pasos de Ritto sobre el suelo pulido que se retransmitían por los megáfonos, los dientes de Sairu mordisqueando sus uñas... Con intención de silenciar el presente cerré los ojos con fuerza. Así de nerviosa e irracional estaba.

― ¡Pero si sólo eres un chaval! ―exclamó una voz desconocida por el sistema de altavoces.

Abrí los ojos y le busqué: era el contrincante que se batiría en duelo mortal contra mi amor. Hombre fibroso con una melena oxigenada hasta los hombros. Piel tostada y llena de cicatrices que exhibía desde su camiseta de tirantes ceñida. Desconocía su nombre, su historia y por qué estaba allí, pero deseé matarle con la mirada antes de que empezase todo. Deseé, con todas mis fuerzas, que se desplomase sobre el suelo convertido en una masa rojiza sin vida.

No ocurrió, por supuesto, y un fuerte pitido dio comienzo al combate a muerte de Ritto contra aquel extraño. Sin tener que pedirlo alguien minimizó el volumen de los choques de espada que se colaban por los altavoces de la jaula en la que estábamos encerrados.

Ciertamente estábamos enjaulados, éramos prisioneros de nuestro propio destino desde que pisamos este maldito planeta. Prisioneros de la genética que nos condenaba a muerte desde que nacimos. Si hubiésemos conseguido cualquier otro oficio, por improbable que fuese en el Ala Oeste de Ryu, nos habrían eliminado igualmente con algún fortuito accidente. Sólo nos quedaba rendirnos ante el monstruo que dormitaba en nuestra médula y confiar en que él tome el control. Sobrevivir arrebatando vidas por el camino, ganándonos el derecho de existir a costa de derramar sangre.

Tuve que apartar las manos del cristal para poder abrazar mi estómago y caer de rodillas. No podía mirar el baile de espadas, no podía soportar la idea de Ritto cayendo en combate. En un combate tan irrelevante y sinsentido. Tragaba saliva caliente, espesa, por lo que busqué desesperada dónde estaban los aseos.

―No puedo mirar―dijo Shiruke cerca de la puerta del lavabo―, joder, me estoy meando de los nervios.

―Espera, te acompaño―susurró Yunie a la carrera tras él.

Vale, ya había vomitado una vez frente a ella, pero la idea de repetir aquella bochornosa escena frenó mis náuseas lo suficiente. Me centré en mirar mi propio reflejo sobre aquel suelo impecable cuando lo oí: un chorro de agua. ¿Era un chorro de sangre? No, no podía ser. Sonaba demasiado fuerte en mi cabeza y los altavoces estaban al mínimo.

Ryu; Retorno (2)Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon