42: "Mártir"

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Ansioso por lo que su cuerpo ahora demostraba, clamaba alivio para sus necesidades carnales. Estaba eufórico, cada célula de su ser gritaba, en iracundos alaridos, libertad y eso mismo iba a brindarle a su mente. Por fin tendría un cielo libertino de disfrutes alejado de cualquier seudoángel de alto ego o algún pecador hipócrita, ahora las nubes se disipaban y descubría una verdad, para él también el sol podía brillar.

Tomó la mano de la joven y la condujo a su cuarto, su visión estaba borrosa y sus demás sentidos extasiados, a esa chica no podía defraudarla, ella suspiraba al ver su sueño cumplido. En cierta parte lo entendía, todos tenían un anhelo, el de ella seguramente era una vida mejor, quizás por ese momento se imaginó el despertar todos sus días aferrada al brazo de un médico; Pero para él todo era distinto, el solo sentía liberación.

El corazón mecánico había vuelto a ser de carne. Ya no había engranajes de frío metal que lo hicieran latir, ya no dedicaba sus palpitaciones a ajenos... Ahora solamente quería sentir, dilatar sus pupilas y hacer correr la sangre apresurada. Ya no había corrosivos ácidos de engaños o sulfúricos padres furibundos, solo había una chica en aquella habitación y, por ese momento sería suya.

—Por favor, sube a la cama— En aquellas palabras había educación, pero no pudor. Augusto sabía bien lo que necesitaba, pronto sus males acabarían en medida que los miedos se borraran de su mente. Aquello más que un acto egoísta era un sacrificio por el bien colectivo.

La joven, nerviosa, obedeció sin titubeos. Se recostó en la cama de cedro y en una rigidez casi mortuoria aguardó el próximo movimiento de su acompañante. Santana, ansioso, se sentó a su lado y acarició su vientre, deslizó sus manos hasta los hombros y tocó aquella piel caramelo tan diferente a la de su prometida. Ansioso, buscó su boca como un sabueso hambriento que persigue a la perdiz, el beso fue correspondido con torpeza, ella mantenía los ojos cerrados por alguna extraña razón.

—Oye... Mírame...— En cada palabra había encriptado un deseo, quería sentirse, por una vez en su vida, indispensable.

Adriana no pronunció palabra alguna, aún temblorosa abrió sus ojos y con el brillo de la vergüenza alumbrando su mirada, se entregó de una vez y por todas a los placeres carnales. La ropa fue despojada de su dueño y el acto estaba por empezar.

Pero algo salió mal, miró demasiado tiempo su piel desnuda, eso lo anuló. En aquella cama no había una perla codiciada, en las sabanas no había espuma de mar ni mucho menos un gran apellido adornando la cabecera. La extrañó, y se maldijo por eso, odió con todo su ser la dependencia que tenía con Amelia.

El ácido nuevamente comía la carne y los engranajes de su corazón volvían a moverse, otra vez los músculos se convertían en metal. Aquello que a Amelia hacía brillar era lo mismo que a él, en ese momento lo despedazaba.

Al lado de la cama aún había una botella de agua con la huella de sus labios, o mejor dicho de un costoso carmín... Un maquillaje que esa joven que ahora estaba debajo suyo en su vida entera jamás usaría, en ella no había perfume, no tenía un ápice de rebeldía, ella no era su chica suicida.

Recordó cada beso, cada caricia, cada encuentro... Adriana no era una joven con una boca limpia adornada por refinadas perlas, tampoco era una mujer con los labios sucios dispuesta a embarrarlo con obscenidades... Solo era Adriana.

El aluminio cubrió la carne y la sangre se convirtió en aceite, ya no tenía la función principal de satisfacer un impulso básico, ahora nuevamente lo atacaba el futuro. En ese futuro no había lugar para sucumbir ante una estúpida pasión.

Perdóname, Amelia (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora