34: "Edén"

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Enardecido por el fulgor que ahora titilaba en su pecho, ansioso realizaba cada metódico procedimiento en su momento de ducha. Le costaba creerlo, el tiempo se había detenido, y por esa tarde, volvía al pasado. Fuera de esa habitación estaba ella, esperándolo, lista para ungirlo con todos esos males divinos que ambos compartían.

El agua caía y las porciones de su piel pegajosas poco a poco recuperaban la tersura natural y arrebataban la esencia al jabón. Se sentía de nuevo joven, con la ilusión del romance arriba suyo, anhelando en secreto, una vez más, ser corrompido y con un sutil antojo por también corromper.

Fuera del baño se escuchaban pasos y por momentos ligeros tarareos, Amelia siempre que estaba feliz cantaba palabras inentendibles ante el oído humano, el lenguaje de la felicidad de una persona desdichada solo podía ser comprendida por un alma atormentada. De momentos, aparecía el silencio y las aves nocturnas seguían su canto sin el coro de un ser alado. El agua se cerró, pero aún la llave goteaba... Eso no importaba.

Con Amelia a su lado podía amar el sonido de la solitaria gota caer continuamente, con Amelia las manchas de humedad en las paredes tomaban formas surrealistas para su deleite. Con Amelia no importaban los vinilos rayados o como éstos hacían saltar a la aguja... Ella aparecía en su vida, siendo la actriz principal de la obra y las luces se encendían, todo tenía sentido.

Peinó su cabello y revisó sus facciones ante el reflejo del espejo como hacía mucho no lo hacía, volvía la autoestima. Cuando se sintió lo suficientemente seguro como para retornar a su lado, envolvió la blanca toalla alrededor de su cintura y abrió el portal que lo devolvía a su edén personal.

Allí no había nadie, sonrió sabiendo que su inquieta amante había alzado vuelo seguramente a algún desolado pasillo de la iglesia, ella no se marcharía. Caminó hasta su cama con los pies mojados y observó sobre la misma como diversas prendas seleccionadas descansaban sobre el edredón. Amelia había hurgado entre sus cajones y había tomado aquello que ella consideraba cómodo a su gusto, se sintió cuidado y hasta mimado, la espera había sido dura, pero la recompensa suprema, todo lo valía si el premio era ella.

Vistiéndose de manera apresurada, desordenó su cabello con la palma de su mano mientras que tapizaba su pecho con la blanca playera de algodón. El pantalón se subió arriba de la negra ropa interior y los zapatos se anudaron, ya estaba todo ensamblado, ahora solo debía encontrarla.

Con una sonrisa grabada en su rostro salió de su habitación y comenzó a seguir el rastro de plumas imaginarias que por el piso estaban regadas. Cuestionaba continuamente su nombre al aire, sin escuchar más respuesta que una débil risa cayada, su sonido lo guiaba y en silencio la buscaba.

La luz de la cocina estaba encendida, al notarlo mermó sus pasos y contempló desde el marco de la misma como una extrovertida intrusa murmuraba viejas canciones melancólicas de amores perdidos. Ella estaba parada frente la hornilla de la cocina, observando su llama y esperando que el agua de la tetera hirviera, una fuerte punzada de estaño y sepia atacó su mente. ¿Así hubiera sido su vida si no se alejaba? ¿Ella cantaría todas las tardes al hervor del té?

Intentando no insultarse a sí mismo por su cruel pasado, como una sombra, entró a la cocina haciendo que sus pisadas no retumbaran y el viejo suelo no anunciara su presencia. Se colocó detrás de ella y sin previo aviso abrazó su espalda, Amelia por un momento se sobresaltó al sentir su espacio invadido, pero rápidamente reconoció su tacto, dejando que sus brazos envolvieran su pequeño cuerpo.

—Hueles bien...—

Besando su cabeza infestada de rizos igualmente histriónicos que ella, sonrió sin liberarla del dulce tacto. —No me he puesto colonia—

Perdóname, Amelia (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora