4: "Amistad"

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Corría, atravesando los senderos con un ritmo moderado, a veces de manera torpe golpeando su cabeza con alguna rama baja. Aquel sencillo acto de recorrer los viejos caminos infestados de polvo y vegetación silvestre, en menos de dos semanas siguiendo a su compañero, el cual casi alcanzaba ya, se había vuelto una parte de su rutina.

A veces en silencio, disfrutando como los rayos del sol golpeaban en su piel y dejaban aquella suave sensación a calidez, ambos enmudecían. A veces sumergidos en largas charlas respecto a sus profesiones cada uno cuestionaba al otro sobre cualquier duda que en su mente apareciera en ese instante.

La ruta ya estaba marcada, el mismo recorrido era llevado a cabo de manera religiosa diariamente. Salían de la iglesia luego de desayunar para luego dirigirse a la parte más desolada del pueblo, aquella que se mezclaba con la maleza virgen de la montaña y empezaban a correr, acabando su rutina en el cristalino rio dos kilómetros a delante.

Cuando el aire ya comenzaba a escasear y el cansancio físico atacaba su cuerpo con una gran fatiga, alegre notó como las líneas cristalinas del cuerpo de agua aparecían cortando su caminata. Exhausto se acercó a su orilla y metió las manos dentro del caudal, empapándolas, para luego mojar su frente y cabello. El calor de la actividad a veces parecía martirizar su viejo corazón.

—Vas mejorando, dentro de poco ya podremos aumentar un kilómetro más—

Orgulloso de sí mismo, aún con el agua chorreando por su cuello inundando su camiseta, respondió. —Solo espero poder mantenerte el ritmo—

—Tranquilo, lo harás, el hombre es una criatura de costumbres. Si pudiste llegar hasta aquí podrás continuar aún más—

Observó a su compañero sentarse en una piedra de gran porte y abrir su mochila en búsqueda de aquella botella helada que la noche anterior había puesto en la nevera. Una vez que la encontró, Augusto le dio tres grandes tragos para luego extendérsela a sus manos.

Tomás la recibió apresurado, calmando parte de su cansancio con su frescura, sintiendo como su cuerpo se revitalizaba al sentir el correr helado por su garganta. Saciado, respiró hondo dejando que el perfume del campo lo poseyera en un viejo reencuentro. —Hoy le toca consulta a Cristina ¿Verdad?—

—Si, solo debo darle unos antinflamatorios para sus dolores.— Respondió el doctor mirando al cielo, con algo de añoranza en su mirada.

—Pero... Ella está bien ¿Verdad?—

Augusto se paró y caminó hasta donde su compañero de habitación se encontraba en cuclillas al borde del pequeño rio del que ambos disfrutaban. —Tranquilo, creo que tendremos pan gratis por un largo tiempo—

Tomás rio un poco, haciendo que su alma descansase, la idea de perder a la anciana mujer que tan amablemente le había dado la bienvenida al pueblo era algo que nublaba su mirada.

De repente sintió como una mano se apoyaba en su hombro, sintiendo aquel gesto como un acto de hermandad dejó que el tacto continuara. Cuando se dio cuenta de sus verdaderas intenciones, ya era tarde, Augusto ejerciendo un poco de presión lo empujó al rio. Quedando tendido con su cuerpo parcialmente sumergido escuchó la risa de su compañero resonar en la tranquilidad de la montaña.

—¡Oye!— Poniéndose de pie, intentó recomponerse, pero las brutales carcajadas que su amigo daban solo hacían que la alegría creciera y también se le contagiase a él. En los últimos tres años esa había sido su primera risa sincera.

Augusto, aún con su rostro rojo de tanta gracia, solo seguía convulsionando en los propios movimientos de su pecho. —Era para que te despertaras, tómalo como una buena medicina—

Perdóname, Amelia (BORRADOR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora