El almohadón de plumas (KrisHo)

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Texto original: Horacio Quiroga (todo crédito a él...aunque ya no viva)

Link donde pueden leer la historia: http://www.literatura.us/quiroga/plumas.html 



Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubio, angelical y tímido, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de boda de ensueño. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de YiFan, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, lo amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses (se habían casado en abril) vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera él deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido lo contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso (frisos, columnas y estatuas de mármol) producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, JunMyeon pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormido en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; JunMyeon no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyado en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto YiFan, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y JunMyeon rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondido en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

YiFan en verdad amaba a JunMyeon, verlo tan distante, enfermo y más pálido de lo usual, le rompen el alma y le hacen desear no ser tan frío y duro, así abrazaría a su amado JunMyeon con fuerza, le diría cuánto lo ama y se quedaría a su lado todo el día y toda la noche.

Ese día, YiFan envolvió sus brazos en JunMyeon toda la noche, besándolo con adoración y susurrando discretas palabras de amor.

Fue ese el último día que JunMyeon estuvo levantado. Al día siguiente amaneció desvanecido. El médico de YiFan lo examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a YiFan en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día JunMyeon seguía peor. Hubo consulta. Resultando una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. JunMyeon no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasaban horas sin oír el menor ruido. JunMyeon dormitaba. YiFan vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Se paseaba sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su amadísimo JunMyeon cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto JunMyeon comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. El joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡YiFan! ¡YiFan! —clamó, rígido de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

YiFan corrió al dormitorio, y al verlo aparecer JunMyeon dio un alarido de horror.

—¡Soy yo, Jun, mi amor, soy yo!

JunMyeon lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta JunMyeon yacía en estupor mientras ellos lo pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló YiFan. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Su gran amor se estaba apagando, la belleza de JunMyeon se estaba yendo a las profundidades del infierno y YiFan no podía hacer nada más que mirar a su rosa marchitarse.

JunMyeon fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívido, casi desmayado. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomado en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no lo abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de YiFan.

El corazón del hombre duele, no puede hacer nada y su JunMyeon, su amado JunMyeon se aleja cada vez más de él.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor!—llamó a YiFan en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

YiFan se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de JunMyeon, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo YiFan.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, YiFan sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

YiFan lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor YiFan cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que JunMyeon había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca (su trompa, mejor dicho) a las sienes de aquel, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que el joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a JunMyeon.

YiFan sintió su sangre hervir.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Un parásito le arrebató al amor de su vida. 

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