Capítulo 10

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Gira sobre sus metatarsos asestando uno que otro golpe al enemigo. La carne cruje cada que la madera estampa en lugares que ella no logra determinar al solo pensar en evitar el próximo ataque dirigido a sí.

     Los vio recibir muchos ataques al mismo tiempo, y después, derribar a la mayoría de sus agresores con fugaces movimientos. Logró dominar sus impulsos y emociones, más de una vez, al ver a su gente, a los Kurta, derribados y su propia sangre extendiendo el rastro rojizo en la ropa y la superficie.

     —¿Qué estás haciendo? ¡Nos necesitan! —preguntó su esposo cuando ella lo arrastró en medio del trance lejos de donde los cuerpos de aquellos niños que alguna vez vieron alegres en el pueblo.

     —¡Pairo! —exclamó esperando que su pareja entendiera.

     De no haber visto la explosiva y desgarradora reacción de los padres de esos niños, habría quedado congelada, a lo igual que su esposo. Y posiblemente quedándose para contraatacar a los intrusos. La ira y desconsuelo quemaban en sus ojos ahora escarlatas.

     Ella se preguntó, qué habría sido de ella si hubiera visto a su hijo degollado, o herido sin piedad alguna como a los fallecidos críos. Y la fugaz imagen de Kurapika herido, fue suficiente para doblegarla y ayudarla a comprender a sus hermanos.

      Evitando la desagradable imagen que se formó, reproducía una y otra vez la imagen de Kurapika en sus brazos; desde que nació, hasta aquellas tardes donde yacía dormido en su regazo.

     Quería ayudar a sus hermanos, quería arremeter contra los responsables de ese acto, a lo igual que muchos ahí. Pero no cedió a sus deseos, entregó sus pensamientos a lo que Kurapika habría querido.

     Pairo tenía que ser protegido. Podía participar en resarcir por las vidas perdidas al ir contra los asesinos o proteger la vida aún intacta. Su voz de la razón siempre fue Kurapika; y ahora lo escuchaba rogando porque protegiera a Pairo.

     En medio del caos, ella siguió avanzando firmemente, evadiendo la grotesca imagen que sus periféricos atisbaban. Su esposo, por otra parte, no rehuía de ver las cuencas desgarradas y los hilos de sangre escurriendo de estos. Tal vez fue el ver fallecidos a sus conocidos lo que lo hizo volver en sí; sacudió su cabeza un poco, como si trata de ordenar sus ideas y asimilar la descabellada situación. Presuroso sujetó su mano firmemente y avanzó al par de ella.

     En ese momento, ella se atrevió a voltear y pudo ver el lugar ardiendo: por parte de las casas incendiándose y por los calcinantes escarlatas. Y a pesar de tan hostil vista, se podía sentir entre todo pesado ambiente, la desesperación por sobrevivir por sobre la rabia presente en cada llama.

     El calor infernal estaba presente, pero no lograba sentirlo, tampoco la brisa que creaba al correr. Y aun así le resultaba sofocante.

     Su pareja aceleró repentinamente y en un parpadeo, era ella quien era llevada.

     —Te quiero —dijo él.

     Conmovida, miró al frente con una sonrisa decidida.

     —Te quiero —respondió.

     —Me alegra... que Kurapika no esté aquí para que nos responda.

     —A mi igual —apoyó.

     El tono de voz era delicado y muy conforme, como si hubieran aceptado algo que aún desconocían, pero sabían que llegaría. Muy parecido a aquel que mantuvieron el día que dio a luz a Kurapika.

     Inmediatamente sus ojos se tornaron granates.

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ReverberaciónWhere stories live. Discover now