Capítulo 14

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La tienda está abierta pero no estamos trabajando; es domingo. Me acerco las puertas y se abren ante mi presencia.

—Hola, nena —saludo a Jade.

Jade levanta la mirada y me observa de mala gana. No le gusta que la llame nena.

—Deja de llamarme nena —dice, con tono frío—. ¿No te basta con haber faltado al trabajo durante dos días?

—Lo siento, tuve… —empecé a decir.

—Sí, sí, un inconveniente —me recrimina—. Ya te dije que no me interesa, tienes la obligación de avisar. Si no lo haces, te despido.

Me acerqué al mostrador, donde ella se encontraba. Llevaba el pelo amarrado en una coleta y un sobre sus ojos, un mechón de pelo se había rehusado a ser domado.

Me recosté en el mostrador, poniendo ambos codos en el frío mármol. Le hice una seña para que se acercara. Jade, acercó su rostro al mío. Llevé mis labios a su oído, como si fuese a contarle el mayor secreto del mundo.

—¿Ya te vino? —pregunté, risueño.

Jade me golpeo con las manos. Sus palmas chocaron contra mis pectorales, provocando que me tambaleara hacia atrás mientras me reía. Sobé mi pecho, aun riendo.

—Tranquilízate —le digo.

—¡Estoy tranquila! —responde.

Me río.

—Ustedes, las mujeres, son muy complicadas.

Ella pone los ojos en blanco y se cruza de brazos.

—Pasa que ustedes los hombre —dice—, son muy simples.

Me recuesto nuevamente al mármol, cruzando las manos frente mío. Jade me observa y puedo notar su mandíbula tensarse. Me acerco lentamente hacia ella, hasta quedar a pocos centímetros de su rostro. La observo unos segundos, aumentando la tensión entre nosotros.

—¿En serio? —le pregunto, con vos ronca.

Jade tragó saliva. Ya había logrado cambiarle el humor.

—Bueno —dije, apartándome del mostrador—, ¿para qué me necesitabas?

Jade volvió a su postura anterior.

—Quería recordarte que debías avisarme cuando vayas a faltar —asentí—. Y también, informarte sobre tus horarios.

Hice una mueca. No me gustaba eso de tener horarios.

—Trabajarás por las tardes —continuó—, tres veces a la semana. Estaba pensando en lunes, miércoles y viernes —asentí, mostrándome de acuerdo—. Te pagaré veinte dólares por hora. Tu hora de entrada es a las dos de la tarde y saldrás a las siete, ¿entendido?

—Entendido —respondo.

Jade tomo unas cosas del mostrador y las guardó en su bolso. Era uno de esos bolsos mágicos, a como yo les digo. Son todos esos bolsos en los que una mujer es capaz de meter hasta el refrigerador y aún sigue teniendo espacio para meter la mano y buscar su celular. Son como agujeros negros.

Salió del mostrador y se dirigió a la puerta. Yo la seguí. Una vez que ambos estuvimos fuera, ella sacó unas llaves de su bolsillo y se agachó para cerrar las puertas. La observé, ceñudo.

—Bueno, entonces nos vemos… —empezó a decir, mientras se levantaba.

—Espera —dije, levantando mi mano para que dejara de hablar—, ¿me hiciste venir a pie desde mi casa hasta acá solo para esto?

Muriendo Por El Asesino ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora