Capítulo 16: Mis sueños

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Dio media vuelta y caminó hacia su habitación, donde metió en una maleta toda la ropa que se había llevado a Madrid, junto con el cargador del móvil, que ahora estaba apagado en su bolsillo. Pasó por el baño para recoger su cepillo de dientes y, cuando hubo finalizado de hacer equipaje, se dio cuenta de que, en realidad, nunca había planeado pasar mucho tiempo allí. No cuando todo lo que tenía podía meterse en una vieja maleta.

Su padre estaba de pie en el pasillo, con la cerveza aún en la mano y mirándole amenazante. Raoul sabía que estaba esperando a que pidiese perdón y le rogase quedarse en casa. Pero no iba a hacerlo. Desde ese día, era un hombre nuevo, uno que luchaba por aquello en lo que creía, y no giraba la cabeza para evitar que las discusiones le salpicaran.

Salió de casa dando un portazo y sin decir adiós y, cuando por fin se vio solo en medio de la plaza, se permitió llorar. Lloró de alivio, de felicidad y de tristeza. De alivio porque por fin se sentía él mismo, sin nada ni nadie que lo retuviera. De felicidad porque estaba muy orgulloso de lo que acababa de hacer, aunque le quedaba un largo camino por delante. De tristeza porque deseaba que Agoney estuviera a su lado, sonriéndole, entrelazando los dedos con los suyos y acariciándole el dorso de la mano para darle fuerza.

Apenas habían pasado horas desde que le había rechazado y su marca ya quemaba, su pecho se oprimía y notaba su pérdida. Cogió su maleta y encaminó al único sitio donde quería estar en ese momento.

***

— ¡Muchacho! No te esperaba por aquí tan pronto.

Raoul sonrió débilmente al ver una melena blanca acercarse hacia él para darle dos besos.

— ¿Y vienes solo?

— Sí, señora. Supongo que a partir de ahora vendré siempre solo.

El viento de finales de octubre se coló por las ventanas de la biblioteca, y la anciana se acercó para cerrarlas. Raoul aprovechó para repasar con la mirada la estancia que ya conocía, y se sorprendió al encontrar unos ojos azules que le miraban con curiosidad.

El chico era alto y delgado, una barba bien cuidada cubría sus mejillas, y su pelo castaño claro caía despeinado sobre parte de su frente. Pero, con toda seguridad, los ojos de aquel chico eran lo que más llamaba la atención de su físico. Eran grandes, enormes, y azules como el cielo en pleno verano. Escondían felicidad, diversión, calma.

Raoul se relajó al instante al mirarlos.

— Ah, mira. Te presento a mi nieto, Ricardo.

— Ricky — el chico se acercó con la mano extendida, y Raoul no dudó en estrechársela.

La anciana desapareció, ocupada en ordenar libros y mantener limpias las estanterías.

— Tienes ganas de llorar — no era un pregunta, el hombre lo estaba afirmando. Y Raoul no iba a negar lo evidente.

— Últimamente, cada vez más.

— ¿Un café?

— Claro.

El chico desapareció por una puerta en la que había un cartel que rezaba "PRIVADO", así que Raoul se dirigió al sofá donde había pasado aquella tarde con Agoney. Le costó un mundo contener las lágrimas cuando se sentó, pero logró hacerlo.

Ricky regresó con dos tazas humeantes, y encontró al catalán acariciando la tela del viejo sofá de su abuela. Parecía estar en otro momento, en otra época. Otra vida.

Cuando el catalán alargó el brazo para coger la taza que el otro le ofrecía, Ricky se fijó en su marca.

— ¡Tienes alma gemela!

¿DÓNDE ESTÁ EL AMOR? | ragoney Where stories live. Discover now