Capítulo 2: Insurrección

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Agoney se preguntaba, con más frecuencia de la que le gustaría admitir, si realmente todo esto valía la pena. Si las clases de doblete varios días a la semana, los dolores de cabeza, los bajones emocionales solo en su habitación, los días sin comer y los gritos de su jefe pesaban menos que su cabezonería y su pasión por los animales en la balanza de su vida.

Pero Agoney era, ante todo, muy orgulloso. Le costaba pedir perdón y, cuando lo hacía, nunca lo verbalizaba. Como aquella vez que discutió con Nerea porque la chica le pidió que hiciera menos ruido cuando llegaba de madrugada, y le gritó hasta saciarse. Días después, la disculpa de Agoney vino en forma de un abrazo de oso y un "te quiero mucho, chiquitina".

Así que, efectivamente, el canario no pedía permiso ni perdón. Por eso, cuando conoció al jefe de su trabajo número 1, tuvo que morderse tanto la lengua que se hizo herida. Resulta que el tipo era un cincuentón homófobo que, según la opinión de Agoney, tenía el síndrome de la barriga de ciprés. Su amplia barriga daba sombra, al igual que un ciprés, al cementerio que tenía justo debajo. El chico aguantaba insultos y desprecios cada día solo para poder seguir cantando en ese bar donde el suelo se pegaba a los zapatos y las botellas de alcohol nunca estaban precintadas.

Mientras Agoney se cambiaba de ropa en los baños de aquel antro y procuraba no tocar la pared con ninguna parte de su cuerpo, miró el reloj del móvil. Las doce menos veinte. En quince minutos debía estar detrás de la mesa de mezclas, si es que se le podía llamar así a semejante artilugio. Su estómago rugió, recordándole que lo último que había comido había sido el bocadillo de Mimi, así que tuvo que encenderse un cigarro para calmar sus ansias de comer.

Con los pantalones pitillo negros, una camiseta blanca de manga corta y sus Vans ya puestas, se miró en el espejo del baño para arreglarse un poco el pelo mientras apuraba la última calada. Sabía que no debía fumar, que era malo para su voz y su salud en general, pero el tabaco calmaba el hambre y sabía cómo conseguirlo sin comprarlo: un guiño, un "venga, estírate un poco", y una sonrisa de medio lado y ya cumplía su objetivo.

— La gente es imbécil – murmuró para sí mismo.

Salió del baño tarareando una vieja canción de reggaetón cuyo nombre ya ni recordaba, y se encontró con Mimi de camino a la pista. Le sacó la lengua y le sonrió, justo antes de subirse a la pequeña tarima que era casi su segunda casa.

Era jueves de noche, así que el local comenzaba a llenarse de estudiantes universitarios que buscaban olvidar sus responsabilidades en el alcohol, las drogas o el sexo. El turno de Agoney duraba dos horas y empezaba a tener mucho sueño, por lo que se sirvió un roncola que bebió de un trago, justo antes de coger el micro y gritar:

— ¿Estáis listos para bailar?

El público alzó sus vasos y gritó, así que Agoney eligió la base de "Where have you been" y comenzó a cantar con los ojos cerrados. Cinco canciones y otro roncola después, algunos comenzaron a subirse a la estrecha tarima. Esto pasaba continuamente, por lo que el chico les siguió el juego a todos los que se restregaban contra él.

Permitió que lo tocaran, que respirasen en su cuello, que se pegasen completamente a él y no respetaran su intimidad, y no le importó. Disfrutó del calor ajeno que tan pocas veces sentía, de la sensación de agobio y de todos los pares de manos que tocaban su cuerpo mientras seguía cantando.

Agoney abrió los ojos y vio un chico alto, de pelo negro y barba tupida observándolo a pocos metros de distancia y pensó que quizás esa noche llegaría un poco más tarde a casa. Le regaló una sonrisa de medio lado y siguió cantando, bebiendo y bailando. Porque era su decisión y porque aunque incómodo, se sentía libre.

¿DÓNDE ESTÁ EL AMOR? | ragoney Donde viven las historias. Descúbrelo ahora