Capítulo 10: Boulevard of broken dreams

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Agoney se sentía como un despojo humano. Había pasado un día desde que llegó, con el pecho lleno de lágrimas a punto de salir en cascada, a la clínica veterinaria de Amaia y Alfred. Se había instalado en la habitación que hacía las veces de sala de descanso, en la que había un sofá que decidió convertir en su búnker.

No había hablado más con la pareja, cerrándose en banda – como siempre – y aislándose del mundo real. Solo había permitido entrar a Amaia con una hamburguesa y un cepillo de dientes, y aún no había salido de la sala. Necesitaba una ducha, cargar su teléfono móvil muerto ya desde hacía horas, avisar a Nerea, mover el jodido culo y seguir con su vida.

Pero había algo que necesitaba más que nada. Un abrazo de Raoul. Y le partía el alma admitirlo, pero la pasada noche, mientras el chico lo sostenía entre sus brazos, se sintió, por fin, en casa.

Cuando, después de muchos minutos pensando solo en la oscuridad de la habitación, se dio cuenta de que aquello era lo que realmente su cuerpo anhelaba, rompió a llorar de nuevo como un bebé. Oyó un suspiro al otro lado de la puerta, y miró el reloj. Solo Alfred podía estar a las tres de la madrugada velando por él.

Sabía que era un egoísta por comportarse así, rechazando a todos pero preocupándolos como nunca. Y es que nadie en esa ciudad le había visto así jamás.

El sol brillaba fuerte en lo alto del cielo el jueves por la mañana cuando se oyó un estruendo en la entrada de la clínica. Acto seguido, una voz inconfundible llegó a sus oídos:

— ¡Agobios! ¡Ven aquí ahora mismo! ¿Dónde coño estará este niño...?

Mimi entró en su espacio seguro como un huracán, el ceño fruncido y los brazos en jarras.

— No me lo puedo creer.

Y ni siquiera le había permitido explicarse, decirle por qué estaba hundido en la miseria, porque la chica le agarró del brazo y se lo llevó, justo después de saludar a Alfred y Amaia e intercambiar unas palabras con ellos. Agoney no pudo ni mirarles a la cara.

En realidad, sabía que era afortunado. Afortunado porque sus cuatro amigos, que lo único que tenían en común los unos con los otros era él mismo, se preocupaban tanto por él que se mantenían en contacto constantemente.

Suponía que Amaia habría hablado con Mimi para pedirle que pasara a recogerlo cuando pudiera. Y supo que así lo había hecho, porque ahora la chica caminaba calle arriba tirando de Agoney con una mano y de su maleta con la otra. Qué mujer.

Mimi esperó hasta llegar a su casa para hablarle. Soltó la maleta en el recibidor y siguió empujando a Agoney hasta llegar al salón, que chasqueó la lengua al recordar la conversación que habían tenido por última vez en aquel sofá. Ella pareció rememorarlo también, y su respiración se cortó por un instante. Carraspeó, volviendo a la realidad.

— Ve y prepara algo de comer, tengo hambre.

Agoney la miró con los ojos entornados.

— ¿Qué? Voy a deshacer la maleta y no te pienso dejar tirado en la cama sin hacer nada. Ya va siendo de hora de dejar de esquivar las cosas y coger las riendas de tu vida.

El chico no se atrevió a replicar y se dirigió a la cocina, donde buscó en los armarios hasta encontrar algo comestible.

— Pues tendrá que ser arroz — murmuró para sí.

Media hora más tarde, Mimi cerraba la lavadora mientras Agoney ponía la mesa. Se dispusieron a comer, aunque el canario no tenía apetito. Pero cualquiera le decía algo a la chica, que ya le había echado comida en el plato como para tres oficiales del ejército.

¿DÓNDE ESTÁ EL AMOR? | ragoney Donde viven las historias. Descúbrelo ahora