27. Crisantemos blancos

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La idea del trasplante sonaba esperanzadora, aunque me daba un poco de miedo. El hematólogo habló conmigo para ponerme al corriente del procedimiento. Tendría un período de pausa, para recuperarme de la medicación y, unos días antes de que me sacasen las células madre, tendría que ponerme unas inyecciones, para que estas se trasladasen a mi sangre. Luego sería tan simple como transferírmelas cuando hubiese eliminado la mayoría de células cancerígenas de mi organismo.
Pasarían unos meses antes de hacer el trasplante. Me quedaban las sesiones de radioterapia, con sus debidos descansos, aparte de tres nuevos ciclos de quimioterapia. Tendría tiempo de sobra para prepararme y para realizar las pruebas pertinentes. No me quejé. De todas formas, llegó un punto en el que ya no me quedaban fuerzas para opinar qué me parecía una solución u otra. Dejaría que hiciesen conmigo lo que quisieran.

A partir de esa decisión pasé unos meses muy malos. Todavía sufría los efectos de la quimioterapia, que no se fueron, durante la pausa de medicación, y luego tuve que compaginarlos con las sesiones de radioterapia, que eran cortas, pero me afectaban, igualmente. Centraban la radiación en el tumor del pecho, de modo que cuando empezaron a pasarse los efectos de la quimio, tuve un poco de tregua. Antes de aquello, me sacaron las células madre con éxito, de modo que se pudo proceder con el tratamiento. Para Acción de Gracias volvía a tener unos pelitos finos en las cejas y antes de Navidad había comenzado a crecerme una pelusilla rubia en la cabeza. No era demasiado fuerte, parecía casi cabello de recién nacido, y no me cubría el cráneo por competo. Crecía en la zona de las sienes y sobre la frente. Pero a mí me parecía un avance. Aun así, Robert me rapó la cabeza otra vez, para que el pelo volviese a salir más resistente. También me quitaron el catéter. Fue extraño no tener ese colgajo de plástico imposibilitándome los movimientos y traté de disfrutar cada pequeño gesto que ahora podía realizar sin ataduras, aunque me lo volvieron a colocar cuando pasó el mes de regeneración.

Me sentía mejor, a finales de enero, cuando comencé con los tres ciclos de quimioterapia. No estaba preparada todavía, pero no pude negarme. Además, faltaba cada vez menos para el trasplante y sentía que todo iría a mejor ahora. Las pruebas revelaron que estaba lista para el procedimiento y que las células madre debían de ser suficiente tratamiento para curarme del todo. El hematólogo me explicó que tendrían que administrarme más quimioterapia, antes de empezar, así que me ingresaron con una semana de antelación. Y sentí que volvía a empezar.

Era diferente a las habitaciones en las que había dormido durante mis ciclos de quimioterapia. Sólo tenía una camilla, para mí, y las visitas estaban más restringidas. Estaba acondicionado para evitar que enfermara con alguna bacteria. Mis hermanos, mi padre y Mary se turnaban para estar conmigo. Me pasé varios días recluida como una prisionera, mirando la tele o leyendo, pero, sobre todo, abstraída. Siempre venía alguien a limpiar el cuarto o a cambiar las sábanas. Había un pasillo frente a la habitación. Si estaba vacío, podía pasear por allí y era un alivio, porque comenzaba a agobiarme. Me iban dando noticias del exterior, como cosas que hacía mi familia durante mi ausencia o mensajes que me enviaban Jennifer y James.

Me parecía que ese ciclo de quimioterapia se hacía interminable. Era el más duradero al que me había sometido hasta entonces y me hizo sentir peor aún que toda la quimioterapia que había recibido antes del trasplante. Sería un procedimiento delicado, porque me quedaban bastantes células cancerígenas por destruir y no creían que fuese a ser suficiente sólo con la quimioterapia. Mi médico me recomendó que no dejase de andar por el pasillo y me dio unas bandas elásticas, para realizar algunos estiramientos. Ni siquiera las miré. No tenía energía y lo único que me daba fuerzas de seguir adelante era saber que todo terminaría, antes o después. Pasaba largas horas hecha un ovillo en mi camilla y, hacia el séptimo día de ingreso, ya ni me levantaba para hacer otra cosa que no fuese ir al baño.

Luego llegó el momento del trasplante. Era lo más corto del procedimiento. Vino un enfermero, llevando la bolsa de células madre. El día anterior había terminado con la quimioterapia. Colgó la nueva bolsa, en el lugar de la medicación, y la conectó al catéter. Aquello duraría tan sólo unas horas. Me pregunté si así terminaba todo. ¿De verdad estaba en esa habitación, recibiendo un trasplante? Mi padre se sentó a mi lado cuando el enfermero se marchó. Robert y Richard estaban al otro lado de la ventana por la que me miraban cada día. Pronto se irían. 

—Estoy un poco preocupada —admití en voz alta. Mi padre se volvió hacia mí.

—¿Por qué? Es como una transfusión.

—Ya, pero, ¿y si no funciona? —me miré las manos, preocupada. Si lo pensaba bien, llevaba casi un año luchando.

—Claro que funcionará —me cogió una mano y la apretó—. Va a funcionar.

Miré la puerta. Richard no estaba. Robert golpeó el cristal con los nudillos, llamando mi atención. Sonrió y levantó el pulgar derecho. Le devolví la sonrisa, estaba bien. Estaba muy bien. Se fue con su caminar tranquilo. Se hizo un silencio extraño, mientras mi padre miraba mi mano lánguida, escondida entre sus dedos. Tragué saliva. Fue como volver al funeral de mi madre. Me vi otra vez en el banco de la iglesia. Sentada entre Richard y mi abuela materna. Mi padre estaba en la otra punta. Lloraba en silencio. Delante de nosotros, el ataúd. Coronado por unos crisantemos blancos. El reverendo calló. Todos los invitados se levantaron al mismo tiempo, como un ejército coordinado.

Mi padre nos arrastró hasta una esquina, cerca de nuestra madre. No me dejó verla, ni a mí ni a mis hermanos. Se acercaron los familiares y amigos a dar el pésame. Estrechando manos y dando besos en las mejillas. Patricia era una mujer maravillosa.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now