17. Naranjo viejo

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En mi tercer ciclo de quimioterapia, la calvicie comenzó a ser algo demasiado evidente. Lo único que me cubría la cabeza eran dos o tres mechones de rizos enredados, sin brillo ni vida. Había temido ese momento desde el principio, pero me encontraba demasiado mal como para negarme a que me rapasen la cabeza. Me dejé hacer, ante la promesa de que me comprarían una peluca, aunque yo no lo hubiese pedido. No sabía qué haría para salir a la calle, ahora que parecía decir a gritos que estaba enferma. Todo aquello había ocurrido en el hospital. Fue Robert el que me pasó su maquinilla, mientras yo lloraba como una magdalena. Me consoló como pudo, diciéndome que sólo era pelo, pero mentía, porque el suyo no se podía ni tocar. Esa misma tarde fue a comprarme unos pañuelos de diferentes estampados y Mary me enseñó a atármelos a la cabeza como hacía su bisabuela de Nigeria, para hacerme sentir mejor. Lo agradecí, pero un trozo de tela no podía compararse al mismo pelo que mi propia madre había cepillado alguna vez.

Si lo pensaba bien, ya había dormido casi dos semanas en el hospital. Ya comenzaba a acostumbrarme a la rutina. Por las mañanas, después de desayunar, salía a pasear al jardín interno del hospital. Me acompañaban mi padre, Mary o alguno de mis hermanos. Caminábamos arrullados por las voces de los demás pacientes y, a los pocos minutos, nos sentábamos en un banco, al lado de un naranjo viejo. Luego me devolvían a la habitación. A veces tenía compañera, otras muchas no. De día me gustaba estar sólo con mi familia, pero de noche me ponía nerviosa el estar completamente a solas. No era justo que alguien de mi familia tuviese que dormir en una silla para hacerme compañía. Mi padre me había pedido que me acostumbrase a pasar algunas noches sin nadie y yo se lo había prometido, aunque intentaba alargar lo máximo la hora de irme a dormir, de puro miedo.

A pesar de todo, nunca hablaba con mis compañeras. Mi aspecto era cada vez más lúgubre y ya no sabía cómo mantener las apariencias. Me imaginaba echada en la camilla, llevando un pijama viejo, tal y como me había visto cuando el cáncer era sólo una sospecha. Habían hecho venir a un dietólogo, porque me estaba poniendo muy delgada. No ponía nada de peso, es más, cada vez que me pesaban había perdido unos gramos. Estaba anoréxica. Me amenazaron con ponerme alimentación intravenosa, porque el problema se debía a que comía como un pajarito. Intenté hacerles creer que era por la medicación, pero ellos tenían razón. No comía nada bien, unos sorbos de las sopas que me llevaban, unos mordiscos a las manzanas. No mucho más. Me comprometí a terminarme las bandejas enteras, sin rechistar y mi familia, empezó a controlarme a consciencia.

Esa tarde Mary se quedó conmigo. A las siete me servirían la cena. Vendría el resto de la familia con una bolsa de comida rápida y cenaríamos como si estuviésemos en casa, usando la camilla desocupada como mesa auxiliar. Mary había aprovechado el fin de su turno para ducharse en mi cuarto y hacerme compañía. Ahora se vestía con parsimonia delante del espejo, colocándose una camiseta de tirantes.

Normalmente hacía esto en casa, pero los días en los que estaba ingresada parecía que todos nos mudásemos al hospital. Incluso mi padre. Llevaban recambios de su ropa y sus geles de baño. La habitación se convertía en una prolongación de nuestra casa, si sabían que iba a estar desocupada durante mi estancia. No me gustaba estar en el hospital, pero ver el bote de colonia de mi padre en el fregadero o la ropa conocida desperdigada en la otra cama me reconfortaba. Necesitaba ese punto familiar para poder seguir adelante.

Miré a Mary a través del reflejo. Los mechones marrones y húmedos le enmarcaban la cara. Pensé que no era una mujer guapa, pero tenía un toque encantador, sus ojos verdes que contrastaban con el tono oscuro de su piel, quizá. Poseía, sin duda, un tipo de belleza diferente. Sonrió. Sus dientes me parecieron unas cerillas perfectamente ordenadas en su caja. Terminó de abotonarse los vaqueros y apagó la luz del baño. Miró la hora en el despertador que me había llevado de casa, fingiendo que la mesita del hospital era la de mi cuarto.

—Tu padre debería estar llegando —murmuró doblando su ropa sucia. Reí mentalmente. Siempre lo hacía, aunque fuera una inutilidad. Asentí con un cabeceo.

Luego empezó a ordenar el desastre de mantas que tenía a los pies de la camilla. También me las llevaba de casa. Debían de ser dos o tres y prefería tenerlas a mano, porque a veces me parecía que hacía demasiado frío. Sobre todo, cuando todo el mundo se había ido y me tocaba apagar las luces. Mi padre y mis hermanos llegaron antes que mi cena. Habían comprado unas bandejas de ternera en salsa que debían ser calentadas en el microondas. Mary fue a la zona común, donde solía almorzar junto a los demás internos, para calentar la comida. Robert la acompañó y Richard se fue al pasillo ante un gesto de mi padre. Lo vi mirarme por encima del hombro, antes de salir.

—He hablado con tu médico —me dijo mi padre, sentándose a mi lado.
Había algo en su tono que no me convencía.

—¿Qué...? —comencé a preguntar, pero llegó un enfermero con mi cena, que consistía en pollo con ajo. El aspecto viscoso me pareció nauseabundo, pero el miedo a que metiesen la comida a la fuerza me obligó a poner buena cara.

—Nada, todo va bien —dijo él, antes de que yo pudiese hacerle más preguntas—. Ahora come, o se te va a enfriar.

La estrella que más brillaWhere stories live. Discover now